Mujeres desconocidas

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CELIA – Agua que no has de beber

Cuando abrí la ducha un agua negra comenzó a salir por el grifo. Sonaba a eructos y a pesar de insistir con el agua fría y abrir otras canillas de la casa, el agua no salía. Nada. Se había cortado el agua en toda la casa. En un primer momento creí que el problema era mío, es decir de mis cañerías. No recordaba haber olvidado pagar la factura del agua. Atiné a apagar el termotanque. Me vestí porque estaba desnuda, con la bata de baño. Salí al jardín y abrí el regador. Nada. Todas producían el mismo sonido ronco y vomitaban un líquido negro. Parecía que un bicho estuviera transitando por las tuberías. Recordé el oso de Cortázar, tan tranquilo.

            Inmediatamente después de corroborar que efectivamente no tenía agua potable,    salí a la calle, toqué el timbre de la casa de al lado. Pepita, mi vecina, salió con las manos embadurnadas de harina. Estaba amasando pan y gritando también por la falta de agua. En el mismo momento apareció Ramiro, que estaba cortando el pasto en la casa de enfrente y se había quedado sin una sola gota de agua. Fue un alivio comprobar que el problema no era mío solamente.

            Me suele suceder que cuando tengo que afrontar un problema yo sola me paralizo, no encuentro con facilidad las respuestas, ni sé bien a quién o a dónde acudir. Toda la vida me ocurrió lo mismo. Cada problema que debía enfrentar me resultaba un dolor de cabeza. Mi madre había sido excesivamente protectora. Estábamos solas las dos, mi padre nos había abandonado cuando yo apenas tenía tres meses. Esa frase la había escuchado toda mi vida, crecí con ella. No hubo terapia que me permitiera superar el haber sido una niña abandonada y eso me hizo temerosa, enclenque y dubitativa. Mientras todas mis compañeras y compañeros sabían siempre qué querían o qué harían, yo siempre me quedaba en silencio pensando cómo responder, a quién seguir, con quién asociarme, dónde apoyarme. Así crecí, no sé muy bien cómo pude elegir trabajo y, aunque no lo creas, marido. Sé que mi vida había sido un fracaso y que mi cobardía siempre me había dejado observando la vida en lugar de vivirla.

            Al anochecer por la televisión anunciaron que no tenían las causas determinadas que producían el corte del suministro de agua y que el ayuntamiento estaba trabajando en el tema. Comenzaron a circular por el pueblo cuadrillas de obreros que cercaban las bocas de las calles para bajar a las cámaras y hallar el desperfecto. De más está decir que los supermercados quedaron devastados de agua potable. En menos de dos horas filas y filas de vecinos retiraron todas las botellas de agua mineral, con y sin gas. También se desabastecieron las estaciones de servicio que vendían hielo y no quedó bar, restaurante ni cafetería con agua potable. Por la noche se silenció el pueblo. Pero al amanecer, ni bien salió el sol, las sirenas de los bomberos aturdieron las calles. La gente comenzó a acudir con recipientes para ser llenados por las gordas mangueras de las autobombas. Pronto se vaciaron y volvieron hasta tres veces en mi cuadra. Para el mediodía ya no había más bomberos ni más agua. Un grupo de vecinos comenzó a juntarse en la esquina. Yo no acudí, sólo seguía los acontecimientos por la ventana y por la televisión.

Celia

            Me acordé de Malvinas, de que no me atrevía a salir a las plazas ni a las calles, que veía todo por televisión. Y todo lo creía. Ahora era lo mismo, seguía por televisión las noticias. El alcalde seguía dando respuestas, sin embargo de las cañerías continuaba saliendo agua negra, maloliente y ya se había corrido la voz que de algunas bocas de tormentas subían gases tóxicos. Entretanto un bombero había desaparecido en las profundidades de las cloacas subterráneas.

            Algunos vecinos comenzaron a irse del pueblo. La situación confusa continuó todo el día. Las noticias por televisión se habían centrado en nuestro pueblo. Llegaron periodistas y móviles de Madrid. El tercer día nos despertaron los helicópteros que seis veces al día suministraban agua en bidones desde el aire. La plaza del pueblo se llenaba de gente con las manos extendidas al cielo como esperando el maná del desierto. Allí fue cuando intervino la Santa Madre Iglesia y el padre Coco aprovechó para organizar algunos eventos. Lo primero es lo primero, dijo, así que esa misma tarde salió una procesión de la puerta de San Miguel Arcángel, cantos y velas, pedidos de agua a la Virgen. Se recorrió el pueblo. Yo asistí, soy una mujer de fe y creo en los castigos divinos. Luego fue el rezo del Santo Rosario y por las noches la Iglesia permanecía abierta, con guardias para la adoración del Santo Sacramento. Hubo confesiones y desde el púlpito el padre Andrés aprovechó para llamar a la reflexión al pueblo de Dios, pecador, consumidor e ignorante, esos fueron los tres adjetivos con los cuales nos calificó.

            Por otra parte, los enfermos del hospital fueron llevados en helicóptero a Collado Villalba hasta que se solucionara este desperfecto técnico que ya llevaba cinco días maltratando al pueblo de Moralzarzal El bombero seguía desaparecido. Las carreteras se atascaron de la huida de los pobladores más pudientes y de la llegada de expertos técnicos, camiones especiales, la guardia civil, equipos de rescate y una parafernalia de uniformes. Pero el agua no llegaba a las tuberías, el hecho era inexplicable. No podíamos usar más agua que para beber y a duras penas asearnos. Bañarse imposible.

            Recordé cuando nos llevaron a Tino y a mí detenidos y nos tuvieron una semana sin asearnos, casi sin agua. A Tino lo torturaban, a mí no, aunque perdí mi único embarazo. Luego vino lo peor, pero de eso no quiero hablar ahora.

            Se suspendieron las clases, los talleres, los encuentros sociales y cuanto amontonamiento de gente pudiera provocar reacciones adversas por la falta de agua. Pero, sin embargo, comenzamos a ver pegados en las calles carteles ridículos pidiendo a los vecinos que ahorrásemos el agua. ¡Pero qué agua querían que ahorrásemos, si no había agua! Con la llegada del ejército se fueron armando puestos en cada calle, allí se distribuía el preciado elemento y se racionaba según el número de personas y niños o ancianos en cada familia. Esto llevó a no menos rencillas entre vecinos, peleas callejeras, tironeos y disputas por los saquetes de agua que se repartían con cuentagotas.

            Yo permanecía en casa porque toda esa situación me producía una especie de pánico y me inmovilizaba, como ya dije.

            Comenzaron a verse gatos y perros muertos por la calle, muertos de sed, seguramente, eran recogidos y vaya a saber Dios a dónde iban a parar. Ya llevábamos una semana en este caos y a pesar de las misas y los rosarios la gente había comenzado a manifestarse en las esquinas, con carteles y vasos en las manos gritando ¡Agua! ¡Agua! ¡Agua! Algunos jóvenes apedrearon el Ayuntamiento la madrugada del noveno día de abstinencia acuosa. Esto era increíble. Fueron llevados presos y sus madres gritaban por ellos pidiendo la libertad.

            No puedo decirte el horror que sentía. En el centro cultural se había apostado la prensa y allí comenzaron a realizarse algunas asambleas de los señores más destacados del pueblo, a los cuales yo no conocía. Pero las negociaciones y charlas no llevaban a nada, el agua, eso solo querían, el agua. Cómo recuperarla, cómo es que desapareció. Nadie podía darnos una respuesta. En la fuente de la plaza, seca y solitaria la gente comenzó a colgar cacharros, trapos, pedidos de ayuda, donativos simbólicos algunos muy graciosos como los de mi vecina Pepita, que llevó su delantal de cocina enchastrado de harina. Había baldes, ropa sucia, flores marchitas, plantas muertas, todo todo pidiendo a gritos ¡agua!

            Recordé los labios resquebrajados de Tino de no beber agua, sus ojeras, su piel lastimada. Besé esos labios y le dije que lo amaba, que ya saldríamos de esa, que no temiera, que todo iba a pasar, que estaban confundidos, que cuando se dieran cuenta de que nosotros no teníamos nada que ver nos iban a largar. Pero fue inútil, no sé cuándo, había perdido la cuenta de los días, no sé cuándo pero un día no lo trajeron de regreso a la celda, no lo vi más, había desaparecido.

            Una noche, ya llevábamos quince días sin agua, llegó al pueblo una caravana de tanques con agua y también anunciaron la llegada de eruditos de la Complutense. Por ellos nos fuimos enterando de que los ríos y arroyos de la zona también se estaban secando, el Regajo de los Mares, los arroyos del Valle, de la Alameda, de la Mina y de la Renga. Resultó ser que Moralzarzal se destacó siempre por su agua, por sus manantiales de aguas arsenicales, ferruginosas y nitrogenadas, y que esas fuentes eran buscadas como fuentes de salud. La salud, era eso, estábamos perdiendo la salud, estábamos abandonando el pueblo, estábamos desapareciendo. El bombero todavía no se había hallado, se habían reforzado los intentos de búsqueda y rescate. Esta noticia había tapado a la otra, la falta de agua. Nadie moriría de sed, pero sí desaparecido.

            A mí me dejaron salir, me tiraron en una calle, no sé quién me halló, no sé bien cómo aparecí en el Santojanni, no sé quién me cuidó ni quién me iba a visitar, sólo sé que estaba toda lastimada, violada, muerta en vida. Tardé en recuperarme, me llevaron a su casa unos alumnos de Tino, me cuidaron hasta que pude entender algo, entender que Tino ya no estaba, había desaparecido y yo no sabía qué hacer con mi vida.

            Ya había perdido noción de qué sucedía en el pueblo, habían huido familias enteras, se cerraban los restaurantes, los bares, los negocios, máquinas infernales por todos lados, tropas, periodistas, bomberos, y unas pocas almas como la mía andando por las calles  desoladas tratando de  entender qué ocurría, si esto era en realidad una señal del Cielo y preguntándome por qué otra vez esta tortura, por qué si yo había llegado a Madrid en busca de sosiego y luego había hallado en este pueblo un lugar en el mundo, en medio del silencio de la sierra, de los pájaros. Pero esta vez no me iría.

            Llegué al campamento donde había cavado un foso para descender a buscar al bombero. Era la madrugada, solo unos faroles iluminaban el lugar y allí me metí, no les di tiempo a detenerme, descendí por la escalera y luego cuando ya la escalera llegaba a su fin me lancé al vacío. Descendía en espiral, levemente fui descendiendo como una pluma impulsada por el aire y cuando hice pie, algo mojaba mis zapatos y mis piernas, era agua, agua. Estaba oscuro no veía nada, pero no tuve miedo, por primera vez no tuve miedo, caminé hacia adelante, con los brazos extendidos, sentía que a mis costados había paredes, pero avancé, avancé y comencé a llamar, ¡Hola, dónde estás, vine a buscarte, hola, hola! Mi voz se perdía y se repetía como en eco. Pero seguí, no me importaba nada, seguí. Por primera vez en la vida me sentí fuerte y valiente. Comencé a sentir frío, el agua estaba helada y a medida que avanzaba el agua subía de nivel, ya la tenía en la cintura, seguí caminando cada vez más lentamente con mayor precaución, pero no me detuve, seguía llamando, tenía la esperanza de que ese hombre al que yo ni conocía estuviera con vida que yo pudiera ayudarlo como no había podido hacerlo con Tino. Mi voz se adelgazaba se perdía en el eco, pero no dejaba de llamar, y pedía respuesta. No tenía noción del tiempo, pero sí del nivel del agua, que iba subiendo, ya me llegaba a la mitad del pecho. Llamaba, llamaba y de repente un hilo de voz respondió a ms llamados. ¡Aquí!¡Aquí! Cada vez me costaba más avanzar, pero finalmente toqué algo, era un cuerpo, el del bombero. Toqué sus brazos, su cabeza, su rostro, estaba vivo, estaba vivo, lo abracé y le dije que me llamaba Celia, le pregunté su nombre, se llamaba Manuel Osorio. Su voz era débil y le grité, le grité que debíamos levantarnos y salir de allí. No podía ver su rostro, estaba oscuro, totalmente oscuro. ¡Arriba! ¡Arriba! Pero no retrocedimos, no volvimos por el mismo camino. Comenzamos a avanzar por el otro lado, íbamos tocando las paredes, se trataba de un túnel, sólo se oía el rumor del agua, de una corriente de agua, como una fuente, como una cascada. Avanzábamos con mucha dificultad. ¡Manuel! le gritaba y Manuel hacía un esfuerzo por avanzar, sentía sus pies pesados. Seguí seguí y notamos que el agua iba descendiendo de nivel. No sé decir de dónde sacaba las fuerzas para arrastrarlo, pero finalmente vimos una luz. Me acordé de un amigo músicoterapeuta que en la cárcel cantaba, cuando lo torturaban cantaba, decía que cantando iba detrás de las huellas de su libertad así que comencé a cantar no sabía qué cantar y me acordé de una canción de mi niñez…

Tantas veces me mataron

Tantas veces me morí

Sin embargo estoy aquí

Resucitando…

……………………………

Tantas veces me borraron

Tantas desaparecí,

A mi propio entierro fui

Sola y llorando…

            Vamos, Vamos, fuerza. Hasta que salimos a las aguas de un lago y respiramos y Manuel Osorio respiró y yo respiré y caímos rendidos y de pronto aparecieron los bomberos y los rescatistas y gente y más gente. Y Manuel Osorio no sería otro desaparecido.

Un silencio me desvaneció.

De los grifos, de las cañerías, de las alcantarillas, de los tanques, de las tuberías brotaban jaras, fresnos y tomillos, retamas, peces, ranas, grillos, y luego comenzó a brotar a salir a nacer, agua agua agua, por todos lados volvía el agua. El agua turbia y sucia se fue limpiando hasta salir clara, inodora incolora, potable, bebible, fresca. Brotaba de la fuente del pueblo de Moralzarzal y todo fue una fiesta, sonaron las sirenas y las campanas de San Miguel de Arcángel, y la gente gritaba por las calles, sonaron las horas del Frascuelo, el reloj de la Torre del Ayuntamiento. Se abrieron las mangueras de los jardines, y las duchas de los baños, de la fuente de la plaza brotaba agua brillante y luminosa.

            Tantos días de sequía habían transformado al pueblo. El alcalde estableció la Fiesta del Agua en Moralzarzal cada octubre.

             Manuel Osorio se recuperó después de coquetearle a la muerte. Aún nos visitamos. El padre Coco estableció la novena a la Virgen del Agua. Y la fuente de la plaza se ha convertido en una fuente sanadora y acuden de todas partes a lavarse allí para sanar los males del cuerpo y del alma.

            En cuanto a mí, tengo un taller literario llamado Agua que no has de beber, donde las mujeres del pueblo y algún que otro caballero vienen a escribir sus historias vividas o inventadas en Moralzarzal.

MORALZARZAL, 2018

SUSANA- Mi gozo en el pozo

“Me caí en el pozo” me dijo ni bien la vi, estaba de pie, asustada, en la puerta de Perú 272. Como todos los años íbamos juntas a disfrutar de la noche de los museos. Éramos dos viejas profesoras jubiladas, confidentes de toda la vida, sin muchos proyectos más que cuidar de los maridos y de los nietos. Susana era una bella mujer, amante del arte.

“Me caí en el pozo, salí mal de casa y me caí en el pozo de gas, me tropecé y me fui al fondo y quedé ahí, toda torcida, me raspé las rodillas, me doblé la mano, estoy turbada, mareada. Ya sé que la ciudad está llena de pozos y salí corriendo y me caí. Después que reaccioné dónde estaba me di vuelta y me acomodé en el hueco, la tierra estaba húmeda, fresca, con esa noche calurosa, y así me quedé, quietita, miré para arriba y vi la luna nueva y el cielo tan infinito y yo allí tirada en el fondo del pozo. Pero me sentí cómoda, protegida. No pasaba nadie, nadie salió a buscarme, aunque me había ido llorando, así que pasé allí la noche. Estuve bien, no tuve frío. Y pensé, pensé. A los setenta años todo se piensa tanto.”

Susana

“Me acordé de toda mi vida, de mi niñez, de mi casa de Ciudadela, de mi escuela, de los vecinos, de mi abuela, de Jorgito Magaldi, el chico que me dio el primer beso en la boca una noche de verano contra el cerco de las tontolinas, te acordás de las tontolinas, que las llamaban así porque eran tres bobas que no salían nunca y espiaban para afuera a través de la ligustrina.  Me acordé de doña Silvina y de doña Hortensia.  Recorrí la calle San Martín con vos volviendo al mediodía del secundario comiendo Melvas y me inundó ese olor a azahares para septiembre. Me acordé de los carnavales en el Nolting donde lo conocí a Fito, cómo me enamoré, cómo se enamoró de mí. Es que yo era tan bonita, te acordás, todos los pibes del barrio me andaban detrás. Vos siempre me decías que venías conmigo para que te llegara alguna mirada. Y después de Fito, vino Eduardo y después Cacho y después Ricardo, Richard se hacía llamar, te acordás, y sí con él me casé. ¿Sabés por qué me casé? Porque cuando le dije a Ricardo que no iba más, que no lo quería, que había reaparecido Fito, que lo iba a dejar, me dio una biaba que casi me mata. Te acordás que desaparecí dos semanas, que mamá dijo que me había ido a Córdoba a ver unas tías. Qué tías ni tías, nunca tuvimos familia en Córdoba. ¡Quince días estuve encerrada en casa, muerta de vergüenza y de dolor, bajándome con hielo los moretones! Y con hemorragias. Había abortado, ni sabía que estaba embarazada. Ricardo nunca se cuidaba ni yo. Él no me dejaba. ¡Qué miedo tenía! Tenía dieciocho años, pánico tenía. Ricardo me pidió perdón, me llenó de regalos y nos casamos. Cuando entré a Santa Juana de Arco me temblaban las piernas y hasta que llegué al altar sólo pensaba en huir como Julia Roberts en Novia fugitiva pero cuando lo vi de cerca me paralicé. Las amenazas fueron más fuertes. Nunca me vas a dejar porque ese día te mato, me decía. Y así fueron pasando los años, siempre con miedo y esos deseos de huir, de salir corriendo, de perderme, de desaparecer, de caerme a un pozo profundo. Y entre miedo y miedo nacieron Germán y Patricia y en una zaranda que me dio perdí un bebé, te acordás, no fue un aborto espontáneo como dije. ¡Cuántas mentiras, siempre mintiendo, cubriendo todo! En el pozo de gas también me acordé de mi viejo, de su muerte. Lo último que me dijo en el hospital fue “andate, dejalo, andate”. Pero nunca pude hacerlo.”

“Así que, entre recuerdo y recuerdo, dormida y toda golpeada amanecí en el pozo. Me despertó la cuadrilla de obreros.”

“Se asomó al pozo un morocho grandote, joven, que me miró extrañado.”

“- ¿Qué hace ahí señora? – me preguntó. Me ayudó a salir. Ya estaban llamando al SAME. Me llevaron al hospital, al Santojanni y sabés… El morocho me acompañó y me vino a visitar los tres días que estuve internada por lesiones y cortes y sin memoria. De casa nadie me buscó, ni se preocuparon por mí. Me dijo que yo le había caído como un ángel del cielo, que él estaba solo y podríamos pensar algo juntos, que yo era muy dulce y me trataba bien, como si yo fuera una muñequita. Así me llamaba, muñequita, y creo que hacía tiempo que no me sentía tan feliz.”

“Pero a los tres días recuperé la memoria y sabés…no me vas a creer. ¿Sabés cuál era el médico de guardia que me había atendido? El doctor Rodolfo Esteve, ¡Fito!, sí Fito, mi Fito, el amor de mi vida, aún no se jubiló. Yo no sabía que había estudiado Medicina, que se había ido a vivir a Francia, que se había casado con una francesa y que se había separado de la francesa, que volvió al país cuando murió su madre y se quedó aquí, que había vuelto al barrio, me había estado buscando, pero cuando se enteró que me había casado con Ricardo se hizo a un lado. Mirá vos, y yo ahí, frente a él toda machucada. Me pidió si podíamos vernos. ¿Qué te parece?”

“Me estaba vistiendo cuando apareció como un loco Ricardo, como siempre llorando, pidiendo perdón, asustado como un chico, me abrazó toda magullada y bueno, otra vez más, me llevó a casa.”

“¿Qué hago?”

Recorrimos la Manzana de las Luces del brazo, sin hablar más.  Después pateamos el barrio de Monserrat hasta cansarnos, bajamos por no sé ya qué calle, se venía la noche y nos despedimos con un abrazo, más no podía ofrecerle porque Susana una vez más elegiría caer en el pozo, el pozo de su vida, sin rescate.

Cuando nos despedíamos me dijo:

“Decime, ¿te parece mal volverse a enamorar a los setenta?”. Le sonreí. “Creo que ya es hora de salir de pozo, ¿no?”-me dijo mientras paraba un taxi con la mano en alto.

Susana

FELISA  – De pasiones erradas

Y se quedó soltero no más. Fueron pasando los años, la vida, y él la veía pasar pensando siempre cuándo sería el momento en que le tocaría entrar en escena.

Cuando llegamos aquella tarde nublada y fría de julio el tío Quique estaba de color cera. Tenía las uñas moradas y un  saquito azul raído y finito. “Cuando venga Felisa va a prender la estufa, yo no sé cómo se enciende”.

El Quique nunca encontró el momento adecuado, fue siempre espectador. Y en esa fría tarde de julio se quedó muerto esperando a Felisa que llegó muy tarde después de nuestra partida. Felisa lo llevó a vivir con ella cuando murió la madre y el Quique quedó solo y ella se había separado de Lorenzo. Los dos hermanos se hicieron compañía. Los hijos de Felisa le decían Quico, pero el barrio le decía el tío Quique. Felisa lo adoptó, era su hermano menor. Estaba solo, de carácter apocado, nunca pudo hablarle a una mujer, era débil y recuperó en su hermana la protección que le daba su madre, en forma excesiva  y sofocante.

Felisa tenía una figura delgada, esbelta, debilucha, blanca como la leche, de manos huesudas y casi transparentes, chicata muy chicata, hasta que llegaron los lentes de contacto y solucionaron su vida. De niña y de adolescente iba a baile clásico con la srta. Nela en la Academia Superior de Danzas Clásicas pero nunca llegó a nada con la danza y fue llevada por su madre a la Acción Católica de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. Allí conoció a Lorenzo que era un paspado y nunca supo absolutamente nada de cómo hacer feliz a una mujer. Su triste matrimonio duró poco pero dejó dos hijos, dos varones, dos inútiles, como el padre, que una vez terminada la secundaria se fueron a vivir a México con él y volvieron al país dos veces solamente. Visitaron a su madre le dejaron deudas en el quiosco y en la almacén y se fueron sin retornar, ni escribir, ni llamar por teléfono ni enviar una tarjeta para Navidad. Así que Felisa se aferró a su hermano y corría la vida. Iban a misa, a  la plaza, a la feria, limpiaban juntos la casa, visitaban a su otra hermana en la sierras para el verano, sólo dos semanas al año, escuchaban radio por la mañana y miraban las novelas por la tarde. No escucharon nunca ruidos en la casa, ni la abandonaron como en el cuento cotaziano, pero la descuidaron. Los revoques del patio se iban cayendo, la cocina se llenó de humedad, el baño de moho, las estufas se fueron rompiendo y no se arreglaban, la heladera no enfriaba, hasta el loro se voló una mañana de la jaula cuando le ponían comida y agua limpia y la jaula quedó abierta, sucia y arrumbada. El barrio fue cambiando, se construyeron algunas casas nuevas, se asfaltó, llegó el super a la esquina de la avenida, hubo más autos y la Siambretta del Quique quedó olvidada en el patio a la intemperie.  El foquito de la entrada se quemó un lunes a la nochecita y nunca se cambió. Y la vida corría como el agua, no volvía atrás.

Aquella tarde de julio decidimos ir a ver a los tíos cordobeses, hacía muchos años que no los veíamos, nos quedamos un buen rato, Felisa no llegaba, el tío nos ofreció unos mates, nosotros habíamos llevado una pastafrola que el tío devoró. El mantel de hule, la pava negra, alguna cucaracha atravesó la pared de la cocina rumbo a la alacena abierta porque la puerta no se cerraba.

Felisa se jubiló y con la jubilación vino el olvido, olvidó su ropa de secretaria de la Fiat, sus clases de natación, su manicura, se encerró en la oración, “Dios me amparó de pasiones erradas” solía decir, rechazó al carnicero, al albañil de la vuelta, al viudo de la Acción Católica, al dueño separado de la lotería. Todas eran pasiones erradas, pero  en realidad eran todos hombres sin título secundario, sin demasiada educación ni pulcritud,  indignos de  sus pretensiones.  Y la vida corría como la brisa, como el viento. Dejamos la casa a las 19.00, perdíamos el micro a Buenos Aires, lamentamos no ver a la tía Felisa, le dejamos saludos, cariños, buenos deseos. El Quique nos despidió en la vereda. Tres días después la policía y los bomberos tiraban la puerta de calle, el tío Quique estaba muerto entre el baño y el hall, en el suelo, un paro cardíaco. Nadie supo nada, nunca más de Felisa. La dieron por muerta, desaparecida, secuestrada, tal vez, perdida con su memoria sin saber a dónde volver, en algún hospital de ancianos sin nombre, caída al río, atropellada y abandonada en un baldío. La policía no halló algunas joyas de oro que la familia sabía que tenía de su época de secretaria ejecutiva, tampoco hallaron su pasaporte ni documentos, ni sus remedios, faltaban fotos familiares y un dinero escondido en el ropero. Quisimos creer que Felisa fue desamparada por Dios y tal vez había decidido vivir una pasión errada mientras la vida corría como las agujas del reloj.