Cosas de Chicas

Cosas de chicas

Cosas de chicas, mamá, decíamos cuando nos juntábamos las cuatro en la vereda, Mónica, Nora, Gracielita y yo. La vida era muy sencilla para nosotras, hijas de obreros, ni sabíamos quiénes eran dueños o quiénes alquilábamos, no se hablaba de eso en nuestros hogares, no se hablaba de dinero. No sé bien ahora a qué clase social pertenecíamos, mi papá decía que éramos pobres. Yo nunca me sentí pobre. Teníamos de todo. No íbamos de vacaciones, pero casi nadie iba, nos hacía feliz jugar todo el largo verano en las casas, de mañana y en la vereda, de tarde. Qué largos que eran los veranos. Solo jugábamos, sin celular, sin computadoras, casi sin televisión. En febrero cuando llegaba el carnaval jugábamos al agua en la calle con los pibes que venían de la General Paz. Eran pibes más grandes y nos daba vergüenza andar en “yores”. Salir a pasear las muñecas en los carritos nos duró como tres o cuatro veranos después ya preferíamos los juegos de mesa, el ludo, las cartas, los dados, el ajedrez. La primera en “hacerse señorita” fue Nora, era la más grande, después fui yo, me siguió Gracielita y Mónica tardó mucho, era la más chica de las cuatro. Nuestras conversaciones cambiaron, por el cuerpo nos pasaban otras sensaciones que nos daba mucho pudor contar, pero un día hicimos un pacto, lo que se hablaba entre nosotras era cosas de chicas y nadie nadie debía enterarse. En el verano del 66 cuando estaba por cumplir los diez años murió la madre de Nora, doña Felipa. Estaba enferma de cáncer y Nora nos contaba cómo sufría. Fue un verano extraño, por primera vez hablamos de la muerte. Nora se fue a Córdoba con unos tíos y volvió en marzo para el comienzo de clases, la extrañamos mucho, ella era la mandamás. Nosotras la seguíamos. Me pregunto cuándo fue que comenzamos a distanciarnos. Creo que fue cuando una a una empezamos la secundaria. Ninguna fue a la misma escuela. La primera en irse fue Gracielita, el padre se quedó sin trabajo y se tuvieron que mudar a la casa de los abuelos que vivían en Congreso. ¿Dónde quedaba eso? Nadie salía lejos del barrio. Dos años después de la muerte de su madre Nora se mudó definitivamente a Córdoba, a Capilla del Monte, otro misterio. Luego me fui yo, que es una manera de decir porque la secundaria no me dejaba tiempo para nada. Mi mamá era muy exigente con las notas así que no veía la calle. Un día me enteré que Mónica estaba embarazada. Cómo pasó eso. Cuándo pasó. Así que a sus quince ya tenía un niño en los brazos. El barrio era distinto. Habían cortado los árboles del terrenito de la vuelta, desapareció el almacén de don Cosme, llegó un supermercadito. Tres líneas de colectivos pasaban por la calle donde los pibes peloteaban, la peluquería de Susy desapareció, donde yo iba con mi abuela a hacerse la permanente, ya nadie se sentaba en la vereda con su silla y un día de buenas a primeras tuvimos que mudarnos de sopetón porque la casa se vendía, mi casa, que en realidad no era mi casa sino de mi tía Aurora y nosotros estábamos de prestado.

¿Mirá cómo me vengo a enterar?

Nos mudamos tan rápidamente que no me pude despedir de Mónica, aunque creo que ya no le preocupaba demasiado si me despedía o no.

El mes que viene cumplo setenta años y mis hijos y mis nietos me están preparando una fiesta sorpresa, sorpresa que ya conozco. Pero le pedí a mi nieta mayor un regalo especial, encontrarme con las chicas, le pedí que las buscara que las hallara que las invitara a mi fiesta sorpresa. Ellas eran mi niñez feliz sin miedos, sin envidias, sin mezquindades, en un mundo de juegos y secretos como nunca más volví a tener.

Está por llegar la primavera, se siente en el aire, aunque este no es el aire ni el perfume de las primaveras de mi infancia. Voy a poner la pava para tomar unos mates y esperar el llamado, un llamado que diga que pronto nos juntaremos para contarnos sesenta años de cosas de chicas.