La luz del mediodía

Luz de mediodía

Como cada mañana Teresita llegó a la última habitación cerca de las 11.00. Era la habitación del señor. Primero tendió la cama. La deshizo, aireó las sábanas, se envolvió en una de ellas y se miró al espejo. Pasó sus manos por las almohadas en donde el señor había apoyado sus mejillas, sus ojos, su nariz, sus orejas, todo su rostro, el que ella tenía memorizado. Olió las sábanas, el acolchado de pluma. Todo tenía su perfume, ese perfume que había absorbido cuando también recogía sus camisas, sus pantalones y su ropa interior, las lavaba y las planchaba. Luego pasó la aspiradora a la alfombra, acomodó los almohadones, cambió las toallas del baño y finalmente acomodó su mesita de noche, sus revistas de arquitectura, prendió y apagó ese velador que ella misma había elegido. ¿Cuál te gusta más Teresita? Y ella había señalado el que ahora iluminaba sus noches, sus seños, su descanso. Y Teresita prendía y apagaba la luz, prende apaga prende apaga. Y con los ojos cerrados soñaba los besos del señor sobre su cuello, sus caricias en todo su cuerpo, sentía su respiración y percibía su aroma. Cada mañana Teresita hacía el amor con el señor. Prende apaga prende apaga, prendeapagaprendeapagaprendeapagaprendeapaga. Y antes de salir de su cuarto le dejó unas cuantas flores en el vaso de cristal y su jugo, que tomaría antes de la siesta de cada día. Todo estaba en su lugar. Antes de salir echó una mirada, quedó conforme. La luz del mediodía le pareció violenta, bajó un tanto la persiana. La media luz era perfecta. Hasta mañana, amor mío. Y cerró la puerta. Aún debía lavar los baños.