ELLAS ELLOS

Ellas Ellos

Nunca entendí ni me interesó saber por qué mi abuelo era colombófilo, ni siquiera cuando fui creciendo, ni tampoco por qué mi padre decidió continuar con ese ritual. Sí sé del asco que le producían las palomas a mi madre, casi no la recuerdo. Ella le rogó a papá mudarse y dejar al abuelo con sus palomas en la terraza, pero papá no pudo. Eligió al abuelo. Esto me lo contó Catalina. Una mañana de julio mamá se fue de casa, de este pueblo olvidado. Nunca más la vi. Yo crecí con estos dos hombres y con palomas, muchas, inmundas palomas. Cada mañana desde los cuatro años, verano e invierno, debía subir a darles de comer. Mi papá me calzaba las botas, me ponía un delantal verde, me daba un balde con la dieta para ellas ellos y me decía “Paloma, cuidado con los bebés”, los pichones tenían papillas especiales. También les llevaba vegetales. El “vete” venía una vez al mes. Mi abuelo y mi padre pasaban demasiado tiempo con ellas ellos. Yo los escuchaba mientras hacía los deberes en la cocina, sola. El olor de sus excrementos me asqueaba. Algunas noches soñaba que se subían a mi cama y me picoteaban. Me despertaba llorando.

Las rutinas en la casa eran muy severas y todas se ajustaban a los horarios de ellas ellos. Cuando cumplí los quince el abuelo y papá viajaron a Chascomús por un encuentro de colombófilos y yo lo festejé también sola, en la terraza, mirándolas. Llevé mi torta de chocolinas con quince velas. El viento de la terraza las sopló, no yo. Ellas ellos no me miraban, sabían las náuseas que me producían, eran como ratas con alas. Ese día quise incendiar el palomar, la casa toda, con mi padre y mi abuelo adentro, pero no estaban.

Como Dios es justo, mi abuelo murió joven, tenía asma y una hipersensibilidad a las plumas, que tapizaban el jaulón, y con él fueron muriendo algunas palomas. Papá las reconocía a todas, tenían nombre propio, no eran palomas, Paloma era yo. Yo solo reconocía a una, la bauticé Catalina, como mi madre y deposité en ella toda mi repulsión. Siempre las respeté, los respeté.

Pero ayer cuando volví del cementerio y vi la casa vacía subí a la terraza. El zureo de las pocas palomas que quedaban, eran ocho, me aturdía. Crecí con ese sonido dentro de mi cabeza.

¡Ah!, que fui benevolente, abrí el palomar, solté a Catalina, con algo de pena, y a las otras les dejé la puerta abierta. Me senté a un costado mientras la luna llena se apoderaba de la noche, para disfrutar el verlas. El cielo era de un azul intenso. Fue mi último vómito y finalmente bajé las escaleras salí a la calle y eché a volar.

Ellas Ellos