La Gracia

La gracia

Llueve a cántaros, así decía mi mamá, llueve a baldes, así decía mi papá.

 Aquel 8 de diciembre de 1962, con mis siete años recién cumplidos tomaría mi primera comunión, después de un año de duro catecismo. Iba una vez por semana, no recuerdo el día, sí la hora, de 8.00 a 10.00 de la mañana, a la parroquia Nuestra Señora de Lourdes, a tres cuadras de casa. Todo ese frío invierno. El agua de la zanja estaba escarchada, solo me convoca el frío. Mamá me abrigaba mucho, no se usaban pantalones, cómo podía ser, llevaba medias ¿Lolita? Así las llamábamos, eran abrigadas, pollera de franela pulóveres de lana tejidos en casa, tapadito, no existían las camperas, al menos no en mi barrio, en mi moda, bufanda y gorro de lana. Me pregunto si de marzo a diciembre hizo frío todos esos meses, no puedo revivir la primavera de ese año. Mi catequista debía de ser joven y agraciada, pero yo la veía vieja y antigua lo que me impedía ver su encanto, si lo tenía. Se llamaba Dora.

Era la más pequeña del grupo, todos los demás tenían entre diez y doce años. Me pregunto por qué mi madre me llevó allí siendo tan pequeña.

Las clases se daban en la iglesia, oscura y fría. Era una parroquia en construcción, de techo muy alto, abovedado. El piso, de cemento. Los bancos eran viejos. En ese momento no me interesaba comprender por qué una parroquia nueva tenía bancos tan viejos, seguramente eran donaciones de otras iglesias. También evoco un gran ventanal, tragaluz, en realidad no tragaba la luz, la dejaba entrar a ese oscuro recinto, en el frente de la parroquia, era como un rosetón con una elipsis alargada en el medio, parecía una flor con su tallo, y los vidrios tenían colores.  En las mañanas de sol resplandecían e iluminaban todo el espacio. Las paredes eran entonces de ladrillo a la vista, no había columnas, ni naves laterales, ni frisos. Sí había dos oscuros y casi tenebrosos confesionarios antiguos, siempre cerrados. No había lugar para el coro, ni púlpito. El santuario contenía un altar sencillo, una mesa diría, siempre con un mantel blanco y nada más, mientras majestuoso, colgaba un gran Cristo en la Cruz, de madera, sostenido con sogas a la pared del fondo de la parroquia. Era muy grande para mi edad, no dejaba de mirarlo cuando me sentaba cerca.  También contaba con una sacristía, a la cual jamás tuve acceso. Con los años se han borrado muchos recuerdos de la parroquia, pero afirmo que no había imágenes, sólo una de la Virgen, la de Lourdes. Dos años después tomé la confirmación allí mismo. Nunca más volví después de mudarme.

Comunión

Nos agrupaban en los bancos y tengo muy borrosa la memoria, aunque la sensación que me ha perdurado en el cuerpo a través del tiempo ha sido de soledad, miedo, pena por el Cristo clavado en la cruz, la luz de los días de sol y el frío, tanto frío. Mi peor confusión era ver al Niño en un pesebre y verlo al mismo tiempo sangrando en la Cruz, en el Calvario y ver a su Madre, tan joven, sosteniéndolo cuando lo bajaron de la cruz. Aún hoy tengo una pequeña Piedad traída de Roma en mi biblioteca.

Asistíamos con un cuaderno y un libro de catequesis con muchas preguntas, trescientas o más. Mi madre me sentaba en el borde de la cama mientras ordenaba las piezas, en una silla del comedor o de la cocina, en el borde de la bañera, en un escalón de la escalera del patio y me hacía repetir una a una las respuestas a las preguntas de cada clase. Y yo repetía y repetía hasta acordármelas de memoria. Era una niña con mucha memoria, atención y obediente, claro, cómo no serlo. ¿Qué es la Comunión? Es recibir al mismo Jesucristo bajo las especies de pan y vino para alimento de nuestras almas, para aumentar nuestra gracia y para darnos la vida eterna.  ¿Podía a los siete años recién cumplidos saber o entender qué era la transubstanciación, la gracia y ¡bingo!, la vida eterna?

Sumemos a ello el Espíritu Santo, la Santísima Trinidad, los pecados capitales, los preceptos, los mandamientos, las oraciones. En cuanto a la gracia, sí me quedó grabado que es un don sobrenatural que Dios nos concede y siempre pensé, a lo largo de mi vida, por qué yo no era merecedora de ese regalo, de ese presente y qué debía hacer para conseguirlo. Luego lo fui aceptando y oh, destino, mi clase modelo para recibirme de profesora de Letras fue un soneto de Lope de Vega

¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?

¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,

que a mi puerta cubierto de rocío

pasas las noches del invierno escuras?

¡Oh cuánto fueron mis entrañas duras,

pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío,

si de mi ingratitud el hielo frío

secó las llagas de tus plantas puras!

¡Cuántas veces el Ángel me decía:

«Alma, asómate agora a la ventana,

verás con cuánto amor llamar porfía»!

¡Y cuántas, hermosura soberana,

«Mañana le abriremos», respondía,

para lo mismo responder mañana!

Y sigo respondiendo mañana. Aunque a lo largo de mi vida necesité mucha fe para no dejar de creer y mucha esperanza para seguir creyendo.

Digamos que llegué a mi Primera Comunión emocionada porque sabía que era algo muy importante pero no era consciente de qué se trataba. Supongo que sí estaba en gracia de Dios, en ese entonces, al menos eso me tranquiliza.

Pero falta la segunda parte de esta historia, la del 8 de diciembre, domingo de lluvia plena, diluviaba y en la misa de las 11.00 debía tomar mi Primera Comunión y por la tarde noche estaba mi fiesta. Mi vestido era soberbio, parecía una novia, cuánto había luchado mi madre con mi ensortijado cabello para que luciera bien dentro de esa ridícula gorrita. Además, estaban dos implementos más, tres, que eran muy estimados, el rosario y un misal y una bolsita, limosnera, qué espanto, algo que nunca comprendí. La comunión suponía imprimir estampitas con motivos religiosos, Jesús dándole a un niño o niña la ostia, angelitos llevándote al altar a comulgar, símbolos como el sagrario o la paloma del Espíritu Santo, la Virgen Niña y otras tantas imágenes en un estilo fino y convencional. Ahora bien, cuando la gente venía a saludarte y felicitarte por tu feliz acontecimiento se procedía a entregar una estampita a modo de souvenir y a su vez el o la saludadora ponían dinero en tu limosnera. Increíble. Había niños que solo querían contar el dinero y eso era lo más divertido y espiritual. A mí me enamoró el rosario, no sabía ni para qué servía o cómo se usaba, pero me causaba placer sostener entre mis dos manos, aún pequeñas las cuentas blancas y la cruz de plata. Ese mismo lo perdí, a decir verdad, no se perdió se lo llevó un amor a modo de no olvidarme jamás. Mis zapatos eran blancos como mis medias mis guantes y mi bombacha y camiseta, toda toda de blanco.

En casa había un auto viejo, no era de mi padre, solo lo conducía, pero aquel día lo había pedido prestado para llevarme a la iglesia. Hacía dos días que llovía sin parar, la calle era un barrial, a pesar de que estaba asfaltado, pero nunca nunca las baldosas fueron buenas amigas los días de lluvia, así que ir caminando era imposible. Con dos paraguas y a upa me llevó mi papá al auto, luego entró mi mamá y mi hermana menor. Eran solo dos cuadras en auto. De la misma manera que subí bajé del auto, a upa y con paraguas. La entrada de la parroquia era un loquero de padres, niños niñas y paraguas, pero hasta allí todo parecía bastante bien. Mi madre me retocó el flequillo que con la humedad ya era un enrulado feroz. Luego tengo un gran vacío en mi memoria, no puedo recordar nada de la ceremonia, hay un manto de olvido un agujero negro un pozo oscuro. Sin embargo, todo ese idilio, ese año de frío, la zanja escarchada ese dolor por los clavos de Cristo, esa luz a través del rosetón, esos gritos del cura el día del examen final, esas cuentas blancas del rosario, mi catequista, mi padre, el auto, la lluvia se enredaron se embarullaron en mi cabeza cuando al salir de la parroquia en perfecto orden y ya sin lluvia, Jorgito Magaldi pisó, a propósito, delante de mí un baldosón que bailó escupiendo hacia arriba el barro y el agua acumulada. Sentí como el llanto comenzaba a brotar de mis ojos. Mis zapatos medias y vestido estaban embarrados, salpicados de esa lluvia sucia y mi archienemigo Jorgito Magaldi se reía burlón. Fue entonces cuando perdí la gracia y me acerqué a él y sin piedad le arranqué el moño blanco que llevaba en su brazo izquierdo, parte de su traje de comunión, y se lo arrojé al sucio charco de agua podrida en el medio de la vereda en construcción.

Así no termina la historia. Gracias a mi madre el vestido se emblanqueció para la tarde al igual que los zapatos y mi padre salió en busca de otro par de medias blancas. Mi limosnera fue abundante, la torta muy rica y cuando al año siguiente lo volví a ver a Jorgito Magaldi en primer grado superior le juré odio eterno, aunque él se enamoró de mí y cuando se mudó a Chile con sus padres, en quinto grado, me pidió mi rosario blanco de recuerdo. A lo largo de mi vida visité y conocí muchas grandes iglesias, majestuosas, sublimes, emblemáticas atiborradas de obras de arte, verdaderas joyas de la arquitectura y de grandes artistas, sin embargo, cada tanto, me veo entrar pequeña, abrigada, de la mano de mi madre, a mi parroquia a medio construir y cuando me doy vuelta veo los colores luminosos que entran por el rosetón y me inundan de luz. Tal vez, digo, sea la gracia de Dios que anda buscándome.