La niña de las velas

Clarita

A la luz de las velas se pueden llegar a escuchar las palabras más impensadas, pero sólo a la luz de una vela o en la oscuridad total. Me acostumbré a las velas desde pequeña pues nací y crecí en el campo donde no había luz eléctrica. De día todo era claro, nítido y de noche sólo la luz de los faroles o las velas nos iluminaban. Nuestra casa era muy pero muy grande y atravesarla de noche a la luz de una vela no era agradable.

Como yo era la menor de doce hermanos siempre estaba condenada a ir en busca de las cosas olvidadas por mi madre, en el almuerzo o la cena, el salero, más pan, más agua, una servilleta, un cubierto.

 La cocina y el comedor estaban en extremos opuestos. Se comía en el comedor, de modo que yo atravesaba,  a pedido de mi padre o mi madre, la larga casa a través de los cuartos en invierno o por el patio en el verano, para llegar a la cocina y volver con lo requerido. En estos andares del comedor a la cocina y de la cocina al comedor sólo me acompañaba durante la noche la luz de una vela. Mis hermanos se burlaban de mí y me llamaban Clarita, la niña de las velas, o la zurdita, porque todo lo tomaba con la mano izquierda.

Cenábamos de ocho a nueve en invierno y de nueve a diez en verano, éste era más benévolo y cruzar el patio no me daba tanto miedo como ir por dentro. Yo iba pasando del comedor  a una salita pequeña, luego venía el cuarto de Felisa y Amelia, el de Irma y Leonor, el de mis padres, el de Salvador y Carlos, el de Ana y el mío, un cuarto pequeño para Titina,  luego el de Oscar, el de César y Alfredo, el del tío Ernesto, más una sala, no tan pequeña, donde se tomaba el mate a las cinco y donde estaba el único baño de la casa, y  seguía otro espacio que llamábamos Triángulo de las Bermudas donde estaban las tres puertas, una daba al sótano, otra a la salita y finalmente la que comunicaba con la cocina.

Clarita - La niña de las velas

Del Triángulo de las Bermudas quisiera decir que fue bautizado así por Oscar, nuestro hermano mayor, porque fue él quien comenzó a percatarse a partir del verano del ’47 que muchas cosas se perdían en ese minúsculo espacio.

Dos años antes, había sido famosa la desaparición de un escuadrón de cinco bombarderos de la Marina de los Estados Unidos en el llamado Triángulo de las Bermudas, en el océano Atlántico. Nunca se conocieron las razones de su desaparición, y Oscar era un fanático de esos temas, por lo cual sostenía la hipótesis de que había agujeros extraños en todo el planeta por donde gente y objetos desaparecían hacia otros mundos o hacia un mundo paralelo. Lo insólito de su creencia era que Oscar creía que uno de esos agujeros estaba precisamente en nuestra casa, en el espacio comprendido entre esas tres puertas que eran los lados del triángulo equilátero.

A decir verdad, habían comenzado a desaparecer objetos en la casa, la billetera de mi padre, el cortaplumas de Alfredo, cintas del cabello de Felisa, Amelia había extraviado su cuaderno de música y alguno de sus tantos bordados, Titina, una muñeca de trapo, el tío Ernesto su pipa preferida. Al principio nadie decía nada pero cuando furiosa Ana acusó a Irma de robarle unas peinetas regaladas por un apuesto festejante, todos comenzaron a delatar sus pérdidas y entonces Oscar expuso su teoría del agujero misterioso. Todos… menos yo. A mí nada me había desaparecido.

Los primeros en irse de la casa fueron Salvador y Carlos, se fueron para la capital en busca de trabajo, no querían cultivar ni criar ganado. Luego se fueron Felisa y Amelia a Entre Ríos a cuidar a la tía Lola, hermana de mamá y cuando ella murió se quedaron allí, en otro pueblo pequeño, se casaron y se llevaron a Titina con ellas para que estudiara para maestra. Oscar murió joven, de una patada del tobiano, esperando al médico. Así que sólo seis hijos quedamos en el campo con nuestros padres.

El 27 de julio, cumpleaños del tío Ernesto, estábamos por cortar la torta cuando mamá se dio cuenta de que faltaban los cubiertos correspondientes y me envió a la cocina a buscarlos. César se ofreció para ir él pero nunca volvió, desapareció. Es verdad lo que digo, desapareció. A los tres días del hecho murió el tío Ernesto de un infarto, del disgusto, creímos todos.

 El verano siguiente se casó Leonor, fue una alegría en medio de tanta tristeza. Nunca nos repusimos de la desaparición de César. Mis padres  iban envejeciendo, Alfredo se ocupaba más del campo, Irma de la limpieza, Ana  de mamá, y yo de la cocina. Nada había cambiado mucho en la casa, más bien la casa se acomodaba a las ausencias. Seguíamos sin luz eléctrica, no era fácil el progreso en el pueblo. Y era yo la que seguía yendo y viniendo de la cocina al comedor, del comedor a la cocina, pasando por el Triángulo de las Bermudas con mi vela o un farol en la mano.

Hasta que una noche de agosto, en la salita del mate sentí un susurro en mi oído, primero era como un murmullo indescifrable y luego se fue aclarando la voz, era una voz gruesa oscura lejana que me llamaba por mi nombre, me decía cosas bonitas, piropos, palabras impensadas, pero no me asusté. La primera vez me estremecí pero las noches sucesivas esperaba escucharlas. Eran sólo palabras afables, nunca nadie ni nada me tocó. No dije nada, guardé el secreto. Esperé. Llegué a pensar que lo había imaginado. Tres días seguidos oí palabras envuelta en una melodía, no las escuchaba nítidamente. Luego cesaron.

Cuando murió papá, Alfredo vendió casi todo y se fue con su parte a la capital con mis otros hermanos. Mamá envejecía, la tormenta de noviembre se llevó de una pulmonía a Irma y Ana, presa de una profunda depresión fue internada en Entre Ríos y quedó al cuidado de mis hermanas. Mi madre y yo seguimos en esa inmensa casa.

 Mamá nunca aceptó comer en la cocina, cada mediodía, cada noche, almuerzo y cena se llevaban a cabo en el comedor, con la misma ceremonia. Y yo, Clarita, la niña de las velas, la mujer de las velas, iba y venía en busca de los objetos olvidados.

Antes de mi desaparición pasamos un buen verano, serenas, no fue caluroso y la casa era muy fresca. Al llegar el otoño, al caer la tarde con las primeras sombras había comenzado a escuchar unos murmullos inteligibles pero amorosos. A la luz de las velas se pueden llegar a escuchar las palabras más impensadas. Mi madre no las percibía, yo no le decía nada. Ya no las escuchaba solamente en el Triángulo de las Bermudas, por toda la casa me perseguían los susurros, las voces, eran más de una, algunas veces cantaban, en una lengua desconocida. Eran amables, muy cordiales.

 La última noche que vi a mamá estaba muy lozana, tomaba su sopa, pero exigió sal, más sal, aunque no podía, me mandó a la cocina a buscarla. Antes de cruzar la puerta a la salita del mate, la miré y su visión se me acercó como si tuviera binoculares, sonreí. Fue casi una despedida. Tenía su cabello recogido, su blusa blanca bordada por Amelia, sus aros de oro, sus lentes nuevos. Me di vuelta, la volví a mirar, qué solita se quedaría, quién la iba a atender. Lo último que pensé fue en los fósforos que habían quedado en la cocina y que no tendría a mano para prender otra vela, cuando las que estaban en la mesa se fueran apagando una a una. Entonces soplé la mía, que llevaba en mi mano izquierda.