A Adela no le preocupa su ignorancia. Ella siente que sabe lo que hay que saber, ni más, ni menos. Por ejemplo, ignora lo que es el mercado de valores, las crisis financieras, las teorías de las tectónicas de placas y de la evolución, el Big Bang, la mecánica cuántica, el funcionamiento de sus intestinos o la psicología freudiana. Ella siente que tiene todas las respuestas que necesita. Adela está segura de que lo que sabe es sencillamente una verdad final y absoluta, lo que Harari llama mitos compartidos y es, además una verdad absoluta no científica. Ella no usa para nada las matemáticas ni ninguna ciencia, se basa sólo en la observación, no está nada mal.
Observa las hormigas y los caracoles de su jardín por las mañanas, por las noches las estrellas de su pedazo de cielo. Observa el agua de su arroyo, el vuelo de las moscas alrededor de la pata de jamón, cómo crecen sus nísperos, la lluvia de marzo, la helada de julio. Huele el azafrán, el incienso, el café recién molido, el olor de su perro Juan Domingo que juega entre los eucaliptus y el aroma de los espirales en febrero. Para ella la economía es simple, tanto tengo, tanto gasto, tanto consumo, tanto me falta. Sabe cuántos viejos mueren por año en su comarca y por ello saca el cálculo de cuándo morirá ella. Maneja las posibilidades con total certeza. Para Adela la muerte es un destino inevitable, hay que aceptarla, esperarla con paciencia y depositar nuestra esperanza en la vida eterna después de su llegada. No intenta escapar de ella. Sabe que su vida es efímera, que pasará en el tiempo, que nadie la recordará, que no hizo nada importante por la humanidad, que así como apareció un día y su madre la abandonó en el hospital, desaparecerá un día cualquiera, alguien la cremará y volará sus cenizas en el arroyo. Todo seguirá. Sabe que los dos pinos frente a su casa la sobrevivirán por ello los saluda con todo respeto.
¿Qué cosas no son importantes para Adela? No es importante viajar en avión, ni conocer París, ni leer filosofía, ni tener cable, ni comer salmón pero, pero, sí le importa desde hace dos meses la vida de Babatunde, un niño negro, renegro, flaco, flaquito que apareció en la comarca y pide comida en la ruta.
Adela, Adelita, no lloraste tu viudez, ni la muerte de tu hijo en Malvinas, en esa guerra indigna, ni cuando tu hija Helena se fue a vivir a Méjico a los veinti tantos y nunca supiste nada de ella. Y ahora, ahorita, recogiste a ese niño negro, lo bañaste, le diste de comer, lo tenés arropadito, lo llevaste al hospital y estás pidiendo que te lo dejen. Y Babatunde de casi siete años no habla tu lengua, pero te sonríe con esos dientes blancos y esos ojos negros. Nora y Luz, tus únicas vecinas amigas te desconocen, aunque te ven tan feliz, que te acompañan y te ayudan.

Adela lo lleva y lo trae, le compra ropa y le cortó el pelo, le enseña a usar los cubiertos y lo recoge a medianoche del piso y lo vuelve a la cama, lo tapa, le canta una canción absurda, le prepara leche con chocolate y miel y le hornea galletas de avena. No es significativo el clima, no es sustancial su artrosis, no es primordial su perro Juan Domingo, no es urgente colgar la ropa, ni fundamental tomar mate a media tarde ni trascendental su propia existencia. Para Adela solo es notable vital valioso solemne que Babatunde pueda quedarse a su lado, que la Justicia considere que puede criar y educar a un niño de casi siete años, ella, Adela, Adelita con sus más de setenta. Ya no espera con paciencia la muerte sólo espera un milagro, el que hace su vida importante.