VEINTE PAPELITOS PLATEADOS

Veinte papelitos

Me citó a las once. La persiana estaba baja y sobre el timbre un cartel decía “golpee la puerta” la e sin tilde. La persiana de hierro tenía espacios y la puerta de vidrio detrás se veía cerrada. Pude pasar mi mano y con los nudillos golpeé. No lograba ver adentro. La luz fugaba con las sombras. Esperé. Un vendedor de repasadores se detuvo junto a mí y me ofrecía dos por ciento veinte dos por ciento veinte. “No”, le dije. “Por favor doña, no tengo un peso”. “No”, respondí, “dos por cien”. Cambió la oferta, de dos repasadores blancos de esa tela buena de la cual nunca sabré el nombre, pasó a dos repasadores de toalla, uno marrón y uno rojo. Dijo que sí. Busqué con dificultad la billetera dentro de mi bolso cruzado al pecho. Siempre con ese temor de que te roben, en la calle. Mientras buscaba pensaba, “ahora cuando saco la billetera me la arrebata y sale corriendo”. La inseguridad de la ciudad nos hace dudar de todo aquel pobre que se te acerca. Todos son sospechosos. Me pregunto por qué no hacemos lo mismo con los ladrones del Senado o de la Justicia. Claro, ellos llevan saco y corbata. Le pagué, me dio los dos repasadores me agradeció y mientras los guardaba apareció Mirtha, con h, con las llaves en la mano y me abrió la puerta. Era la tercera o cuarta vez que iba, pero hacía mucho que eso había sucedido. Había pedido turno la semana anterior. No nos conocíamos casi, aunque, a decir verdad, sí nos conocíamos desde hacía mucho tiempo. Yo había dejado de ir porque en realidad Mirtha no era muy simpática y por esta actitud mía de inconstancia, de infidelidad y sobre todo porque creo que nunca le importé como clienta, nunca supo mi nombre, nunca me sonrió, nunca me atendió, si no sus empleadas, ella cortaba y peinaba y yo iba para hacerme color, por lo que me ignoraba totalmente. Ahora es distinto, no tiene empleadas. Me sonrió me recibió y despidió con besos y me contó su historia. Hoy me narró su biografía. En dos horas y media me pintó su cronología, su vida y me emocioné cuando me dijo “hace dos días murió mi mamá, ayer la enterré”. Sentí junto con ella una sensación de orfandad. María, su madre, había tenido doce hijos en Bonpland, departamento de Paso de los Libres, provincia de Corrientes. Había trabajado mucho en el campo. Se levantaba temprano y hacía las múltiples tareas que la tierra demandaba. Mirtha me iba narrando con cuidadosa meticulosidad cada recuerdo de su madre. Nunca mencionó al padre o a un hombre, compañero de su madre. Sus hermanos mayores la iban ayudando con los animales y con la quinta. Algunos fueron a la escuela otros no tuvieron esa suerte. Las hermanas mayores cocinaban y cuidaban a los más pequeños. Pero yo pensaba, doce, eran doce, ¿y el padre?

Mientras me colocaba uno a uno los papelitos plateados en sendos mechones, con infinita paciencia, seguía con sus recuerdos y exaltando la sumisión y laboriosidad de su madre. Ella fue envejeciendo como envejecen en el interior, cerca de la tierra lejos del ruido, me dijo.  Yo había perdido la noción del tiempo. Fijaba mi mirada en el espejo y veía cómo se iban sumando los papelitos plateados, parecían plumas en mi cabeza, cerré los ojos y me imaginé volando muy alto. Mientras tanto mis oídos escuchaban atentamente la historia narrada por una voz melodiosa, armónica, como la de un acordeón chamamecero. Creo que me adormecí, fue una pequeña siesta en el sillón de esa peluquería con olor a fijadores, champús, amoníaco, tinturas. Soñé. Soñé con gallinas entrando a la peluquería y yo salía corriendo a la calle, gritando, con la cabeza llena de papelitos y la toalla en la espalda y Mirtha gritaba “lo maté, lo maté”. Veía sangre en sus manos, pero en el sueño pensaba que no podía ser si me estaba poniendo los papelitos plateados en la cabeza y me miraba en el amplio espejo y me veía la cabeza toda ensangrentada. Y en medio de esa escena de terror me caía al piso. Entonces sobresaltada me desperté y miré mi cabeza llena de papelitos plateados y Mirtha me decía “nunca descubrieron nada”. “¿Cómo?” le pregunté turbada, “¿qué me dijiste?, no te oí” Pero en ese momento se iba para el fondo con las manos embadurnadas y todos los implementos. Ahí quedé más de una hora, Mirtha tenía tres clientas más. Cerca de las doce llegó su empleada y fue ella quien terminó con mi cabeza, lavado, secado, cepillado. Cuando fui a pagar Mirtha no me cobró, agradeció mi escucha, “me ahorraste la terapia, es más fácil contar estas cosas tan íntimas con clientas discretas y sensibles como vos”. “Mis condolencias” respondí “que te repongas pronto”. Me sonrió y me despidió con dos besos. Pensé que entre los veinte papelitos plateados Mirtha había guardado un secreto. Y como mi cabeza está llena de secretos, uno más no molesta. Cuando salí comenzaba a lloviznar, abrí el paraguas para no mojar mis bellas mechas rubiorojizas sobre mis rulos castaños.