No cuidamos a Martita

No cuidamos a Martita

Llegaba antes que nadie a la oficina, callada, ya estaba con los guantes puestos, la cofia, el barbijo las alpargatas raídas y el carrito con los elementos de limpieza. Recorría todo el edificio desde la planta baja hasta el octavo piso, piso que nunca supimos quién lo habitaba, sólo había computadoras viejas, teléfonos máquinas de calcular en desuso, biblioratos y toda suerte de vejestorios.

Nos limpiaba los escritorios con lustramuebles y una franela amarilla impecable. Permiso señorita Flori– me decía- e iba levantando una a una mis pertenecías del escritorio. Las volvía a dejar en su lugar exacto. Nos sonreía nos hacía favores. Nadie le preguntaba nada de su vida, era cortés no enterarse. Martita tosía. Yo creo que era alérgica, pero con tantas pestes en el aire quién sabe…No pudimos ver su desabrigo su hambre, cada vez más flaquita. La oficina se fue desintegrando, algunos nos veíamos solo dos o tres veces por semana, a ella siempre. Cada día más blanca, y eso que era morochita. El último que la vio fue Javier, en el ascensor, ella siguió al octavo. Un día no la vimos más, nadie se alteró, estábamos acostumbrándonos a ausentarnos, a perdernos de vista a aventarnos como los granos y a no asistirnos. No cuidamos bien a Martita. Tal vez se perdió en la soledad de los escritorios o entre los biblioratos y las computadoras, quién sabe. Los tiempos cambian y Martitas hay muchas.