NO SÉ SI HAY DESPEDIDA

despedida

…no es la gran Muerte, como se pensará, la Muerte que las gobierna a todas, sino una de tantas Muertes, una Muerte de barrio,…

Manuel Mujica Láinez. El hombrecito del azulejo

Es algo fatal esperar que la Muerte, sentada en el rincón del cuarto, decida entrar en escena. Nadie la ve, obviamente, pero está allí aguardando la hora precisa. No se mueve.

Llamo para preguntar cómo está doña Elvira. Ayer la internaron. La llevó emergencias y quedó en la guardia. Su hija con ella, la llamaron del hogar diciendo que estaba descompensada, que no saturaba bien. Aún no era mediodía y la ambulancia la trasladó. Por supuesto la Muerte se trasladó con ella, no fue en la ambulancia. Ahora se pasea por la guardia, hay otros esperando también ser llevados, pero no son sus clientes. Al día siguiente se instala con doña Elvira en el cuarto asignado, camina camina, no tiene prisa, conoce la rutina, no vale nada impacientarse.

Doña Elvira está muy asistida, mascarilla, suero y morfina. Entran y salen enfermeras, Carolina, la hija de doña Elvira, el nieto mayor. Hablo con Caro dos veces por día, su madre está tranquila, los ojos cerrados, ella le habla pero nunca sabremos si nos escuchan. Le están proporcionando una despedida confortable, una muerte digna. No sé si hay despedida, no siempre, ¿y confortable? Será para el cuerpo, para los órganos que nos conforman, para los que ven desde afuera al enfermo y suponen que está sereno sin dolor. Sin embargo el misterio de qué ocurre con el alma nadie lo sabe. ¿El alma estará sufriendo? Tal vez tenga miedo, un profundo y negro miedo, quizá sienta un vacío un desamparo una soledad infinita.

¿Se habrá podido despedir doña Elvira, habrá dicho lo que quería decir, lo que ahora su alma grita a voces y nadie puede oírla? ¿Habrá pedido perdón o dicho gracias o dado el último beso o sentir que se lo daban? ¿Qué vio por última vez?

La Muerte se sube a la ventana, mira desde arriba. Le pregunto a Caro cómo va todo, tercer día en terapia intermedia. Hay que esperar, cuando Dios quiera, me repite en cada llamado. Y lo que más altera es ese tiempo intermedio, esa espera absurda, porque este   entre paréntesis entre la vida y la muerte es el que nos recuerda nuestra fragilidad, la falta de calendario y de reloj, la nada que significamos y no entendemos. Entretanto tejemos creencias o no tejemos nada, que nos vienen a buscar, que nos dejan solos, que está todo bien que vivió muchos años, que fueron buenos, que ya sufría tanto, que no era vida, ni para ella ni para Carolina. Vuelven los recuerdos, qué buena vecina fue, llegamos juntas al barrio, criamos hijos e hijas, crecieron partieron, envejecimos juntas. Lo tortuoso de este tiempo suspendido es la dilación. Pienso obituarios para mi propia muerte.

Una pareja de benteveos se posó en las rejas de la ventana, la Muerte los espantó y salieron volando. Está aburrida y ya algo fastidiosa porque no puede gobernar, el momento es cuando Dios quiera. Ella es una subordinada. La Muerte se acomodó a los pies de la cama. Y Dios quiso. Doña Elvira murió al amanecer después de noventa y cinco años de vida. Un rayo de sol atraviesa los vidrios de la ventana y el rostro de Elvira se llena de luz. Va aclarando en la ciudad. Lo movimientos en el hospital comienzan temprano. Dos gorriones cantan.