LA CULPA

Esta historia en realidad son dos historias, la mía y la otra, cómo llamarla. Dijo alguien, Piglia quizá, que todo cuento siempre cuenta dos historias, una historia que se ve y que esconde otra historia, incógnita, que es narrada también, pero de un modo parcial, ahí no más, como contada a medias, susurrada insinuada tal vez. Yo no sé si es así, pero si lo dicen los grandes escritores cómo puedo dudar, yo, tan elemental. Así que estoy seguro de que mi historia, o sea, la principal, encierra otro rollo, otro asunto silenciado. Es decir que el lector o la lectora que me lea deberá descubrir la otra intriga, vaya a saber si esto ocurre.

Cuando comenzó la clase de griego la profesora pidió un minuto de silencio por P.T., un pibe de veinticinco años que la semana anterior se había arrojado de la terraza del Instituto, cursaba el último año de la carrera de Letras, su cuerpo había caído dentro de la escuela, en el patio central. Pobrecito, dijo, y nadie comentó nada más.

El miércoles anterior a las 22.10 cuando terminaba la penúltima hora de clase y se hacía un alto para pasar a la densa última hora del profesorado se oyó un estruendo y cuando la gente de bedelía se asomó vieron con estupor el cuerpo yacente de P.T. en medio de un mar de sangre. El horror los gritos las fotos con celulares los llamados, todo al unísono rodeaba el caos de ver muerto a un estudiante. Las ventanas hasta el tercer piso se plagaron de mirones. Nadie podía salir de las aulas, las escaleras fueron clausuradas por bedeles y docentes. No pasó mucho tiempo y comenzaron a sonar sirenas, la policía, tres patrulleros, una ambulancia. En forma bastante ordenada los estudiantes fuimos saliendo por los fondos del Instituto, por el portón de la calle Liniers. Había una gran conmoción, por el acontecimiento no por el protagonista a quien nadie parecía conocer.

 ¿Quién era? ¿Por qué se había arrojado desde la terraza del Instituto? ¿Por qué justamente allí, un lugar tan público? Pensé en un primer momento que era evidente que quería que todos y todas se enteraran. Lo segundo que pensé fue si no había sido un suicidio, ¿y si alguien lo hubiera empujado? Después de una semana la noticia seguía siendo suicidio. P.T. era un chico oscuro, así le decían en el profesorado a los morochos, a los venidos de alguna provincia o del campo, a los que no eran de la ciudad como nosotros. Yo había quedado muy impresionado y comencé a preguntar por él a sus compañeros de cursada.

 Era un pibe callado, algunos mencionaron la palabra solitario y otros en medio de risas lo etiquetaron de rarito. Oscuro y rarito. Esa era una combinación fatal. Una compañera de su curso me contó que estaba siempre solo, que se sentaba en el fondo, que era muy callado poco participativo y vivía con el celular y su mate y termo en la mano. Le pregunté cómo era, solo me dijo que iba siempre vestido del mismo modo, con ropa deportiva, pero no llevaba marcas, tenía el cabello largo, ensortijado, algo desprolijo, ese fue el adjetivo que utilizó, traía una mochila color rosa, no pude encontrar más datos. Me obsesioné con este caso. Había visto su cuerpo en medio de la sangre desde el tercer piso.  Esa noche casi no dormí, me desperté varias veces, veía su cuerpo. Me preguntaba qué habría pasado para que él tomara esa decisión, esa drástica e irreversible determinación.

¿Por qué nadie había podido detenerlo? ¿Alguien sabía qué le ocurría? ¿Qué nos pasaba que un pibe de veinticinco años queda invisibilizado en un aula? Hacía seis años que era alumno del Profesorado. ¿Cómo nadie sabía nada de su vida? Lo busqué en las redes sociales, pero no vi mucho. Después de quince días su bici fue encontrada en la puerta de un almacén, se la había regalado al hijo del almacenero, de doce años. También había regalado zapatillas y unos libros.

Tenía tomada su decisión. No tuvo más voluntad de acción, la pesadumbre y la desesperanza le hicieron perder el gusto por la vida. Tal vez tuvo miedo o estaba indignado con su destino, el infortunio lo pudo. Quizá sea inmoral el suicidio, o una falta de respeto a sí mismo y a la humanidad, pero si la moralidad tiene que ver con la intención, cuál fue su intención. Desaparecer, dejar la vida, huir, no escuchar más las burlas, la soledad. También me cuestiono por qué repudiar su decisión, ¿acaso no defiendo la libertad personal, el principio de autonomía? Deseó la muerte. Creyó que no merecía la felicidad de vivir, prefirió la muerte, se rindió. Sigo pensando en Pedro, ese era su nombre. En el lugar de su caída nos juntamos en los recreos a tocar la guitarra a tomar mate a reflexionar cuál fue nuestra culpa, nuestra desatención, cómo pudimos ser tan descorteses, tan groseros y no pudimos ver a Pedro. Porque hay otros Pedros y no queremos que esto nos vuelva a suceder.