ESA CHICA

esa chica

En medio del guiso de lentejas y de la nutrida conversación Clelia comenzó a contar una historia, de esas historias peregrinas que se narran en reuniones de amigos y amigas y que en realidad, tal vez, a nadie le interesa, son anécdotas. Clelia siempre contaba anécdotas, todas eran del pasado, del pasado lejano, cuando ella era adolescente, cuando Hernancito tenía tres años, ahora tiene cuarenta, cuando vivía en Mar del Tuyú, cuando daba clases de francés en el barrio que la vio nacer. En fin, sus relatos eran remotos y tenían el sabor que concede el tiempo a los recuerdos. La cuestión que entre lenteja y lenteja la escuchábamos con atención. Creo que el tema del que veníamos divagando era el de la edad, la tercera edad, la cuarta. ¿Cuál estábamos transitando nosotras? Luis acotó que a “cierta edad” para él todas somos “niñas”, así nos llama. Nunca aclaró cuál es esa cierta edad.  Ernestina dijo que el mozo de la San José nos llama “chicas”. Entonces retomó Clelia la anécdota.

-Cuando vivía en Jonte, en el edificio… ¿se acuerdan? Vivía en el piso de arriba del nuestro, doña Blanca, que tenía una hermana, Mercedes, que no era muy “normalita”.

Ahí mismo se corrigió.

-Bueno, era algo discapacitada. Doña Blanca la cuidaba como a una hija, pero era su hermana, Mechita.

-Se dice persona con discapacidad-  corrigió el hijo de Beba.

-Sí, eso. Había por ahí una hermana mayor que por esas cosas de la vida había determinado que Blanca debía cuidarla, hacerse cargo de su hermana menor. Y a pesar de que doña Blanca la tenía muy controlada, Mechita se escapaba y andaba por el barrio dando vueltas. Se quedaba en la esquina saludando a todos los vecinos y vecinas y extraños que pasaran, a los que bajaban del colectivo y a los chicos del colegio. Se iba a la panadería a pedir medialunas y bizcochitos con grasa o a la verdulería y siempre don Julio le regalaba alguna manzana o pera que Mechita llevaba a su hermana como un trofeo. Todos en el barrio la conocíamos. Doña Blanca la observaba desde el balcón del segundo piso y le pegaba el grito si presentía que quería cruzar la calle. Pero aquella tarde de mayo, me acuerdo porque había sido el cumple de Hernancito, ya era casi de noche, las seis o seis y media, y Mechita no aparecía. Resulta que doña Blanca la había estado buscando desde media mañana. En cuanto la perdió de vista bajó las escaleras como si no hubiera un mañana, salió a la calle hecha un remolino de nervios y comenzó a buscarla. Primero en los lugares donde podía estar…

Ya íbamos repitiendo el guiso de lentejas. Se apagaron las estufas.

-…El ferretero Manuel le dijo que la había visto con un gatito en los brazos, dato poco relevante. En segundo lugar, comenzó a tocar timbre puerta por puerta, departamento por departamento, por si alguien la había invitado a almorzar, una vez había sucedido algo así. Pero no.  Dio vuelta a la manzana, a la manzana de enfrente y se fue hasta Rivadavia. Y cuando ya estaba desahuciada, sin ideas claras, llorando, sin color me tocó el timbre. “Por favor, Clelia, ayudame. Esta chica desapareció, no la encuentro por ningún lado. Esta chica está sola por ahí, mirá si esos muchachones del barrio le hacen algo”. Los muchachones del barrio- aclara y explica Clelia- eran un grupo de forajidos que solían reunirse en Jonte y Bermúdez, en la pizzería San Pedro, tenían fama de molestosos y brabucones y de reírse de viejos y desvalidos. Miserias humanas, diría mi suegro, adornó Clelia a su discurso.

-La cuestión es que con Hernancito en brazos y doña Blanca gritando “¡Esa chica!¡Esa chica!” nos fuimos a la comisaría de Bacacay en el auto de Rita, otra vecina solidaria. Todo el barrio en la calle, faltaban los medios. Entramos a la comisaría en forma abrupta. El oficial de turno era un hombre mayor, después de preguntarnos qué sucedía se tomó su tiempo para poner una hoja blanca en la máquina de escribir, nada de computadoras, y repetía “tranquilas, tranquilas” y nos volvió a preguntar qué veníamos a denunciar. Doña Blanca lloraba y lo único que decía era “esa chica esa chica”. Entonces hablé yo: “Desapareció una chica” dije.  “¿Cuándo?” preguntó el oficial. “Desde esta mañana” respondí. “¿Nombre?” “¿Mío?” pregunté. “No, el de la chica” contestó de mal modo el tipo. “Mechita” respondí. “Nombre completo”. La miré a doña Blanca quien respondió “Mercedes de la Anunciación Chorrici, con c no con z”. “¿Edad?” volvió a cuestionar el simpático sin levantar la vista del papel. “Cálmese señora”. Y la volví a mirar a doña Blanca inquisidora. “Sesenta y cuatro” dijo. Entonces el oficial levantó la vista, se sacó los lentes y gritó “¡Me están cargando! Esa no es una chica, es una vieja.”

Todos y todas en la mesa, con los platos de lentejas vacíos, largamos risas y carcajadas. Clelia siguió dando menudas explicaciones. La historia concluyó bien. En la comisaría mientras continuaba la escena sonó el teléfono. Eran de la comisaría de Devoto informando que tenían a una señora perdida con un gatito en los brazos y que había dado como única referencia la pizzería de los forajidos.

Rápidamente alguien de la mesa pasó a otro tema. Me quedé pensando en doña Blanca y esa chica, dos hermanas, o madre e hija, en los roles que ocupaban. Me pregunté quiénes definen el papel y las tareas que nos corresponden. ¿Las construimos, las elegimos o nos son asignadas? En este extraño entramado que es la familia cuáles y cuántas son nuestras expectativas y cuáles y cuántas son de los otros y las aceptamos.

Por cierto, las lentejas estaban de rechupete.               

Liniers, mayo 2023