LA VIDA ETERNA

Tal vez estuve en “Betania en la otra orilla del Jordán, donde Juan bautizaba”

Jn 1, 19-28

Cuando llegamos, después de perdernos, la misa estaba recién iniciada. Un cura viejo, la gente de pie, busqué a mi amiga, no la veía, es pequeña. Nos quedamos en el fondo de la iglesia. Todos los ventiladores encendidos, el espacio amplio, las imágenes pocas. El cura anunció a los muertos, al mío, por el que iba yo, el padre de mi amiga, Ezequiel Sánchez, que se durmió a los noventa y dos años junto a su hija, en su cama, como él deseaba, como mi amiga programó.

Tantos años de misa me permitían seguir al cura, responder. Yo miraba a la gente, buscando a mi amiga y vi tres monjas, tres grises monjas, de espaldas, en el primer asiento en la columna del medio. Ellas, solo ellas cantaban cuando había que cantar. Nosotros solo balbuceábamos. Una de las monjas leyó la primera lectura, de la primera Carta del apóstol San Juan, la segunda tomó el Salmo responsorial y luego el cura pasó al Evangelio según San Juan.

LA VIDA ETERNA.

En su homilía verdaderamente nos regocijamos con la vida eterna, con la resurrección de los muertos, algún día, algún día todos resucitaremos en cuerpo y alma. Atenta, lo seguía al cura, cada palabra y miraba a las tres grises monjas. Pensé que a ellas no les sería difícil resucitar. No eran monjas jóvenes. También pensaba en las cenizas que veníamos a despedir. ¿De esas cenizas volveríamos al yo, al mí, al ser? ¿Y dónde viviremos? ¿Volveremos niños, jóvenes, viejos? ¿Nos encontraremos? Y el cura seguía hablando de la vida eterna y me dije que era muy difícil creer en la resurrección, aunque diga creo. De ser ceniza polvo nada, como dice el poeta a volver a vivir, mi pobre y delgada fe libraba una injusta lucha. Cuántas almas allí, ¿todas creerían en la vida eterna? De lo que sí no había duda era de la muerte, la implacable muerte que a todos y todas nos alcanza el día menos pensado o menos deseado. ¿Por qué no nos enseñan lo que es la vida eterna? Las monjas ya eran cinco. Todas comulgaron, casi todos los feligreses comulgaron, yo no. Luego silencio y reflexión.

Tres familias pasaron con sus cenizas en sus cajas. Allí estaban sus seres queridos, allí no, pensé, eso era polvo en caja, eso creí cuando me dieron las cenizas de mi hermana. ¿Serán de ella? Allí no iba mi hermana me repetía una y otra vez. Hubiera querido decirle eso a Su, que allí no iba su viejito, que él ya estaba en otro lado mejor. Iban las tres cajas camino al cenizario.

 ¿Quién narrará tu vida Ezequiel Sánchez? Tu hija seleccionará tus mejores recuerdos, tus historias, tus momentos, lo poco que sabemos de nuestros padres, porque hubo un antes que nos narraron, pero del cual no sabemos la verdad ni detalles ni sensaciones, únicamente quedan fotos blanco y negro, imágenes, con datos y sin ellos, con y sin estados de ánimo o emociones. En las fotos hallarán objetos decorados lugares. Cada cual se lleva consigo sus vivencias. Las fotos mienten. No siempre. Nos vamos sin equipaje no necesitamos nada y a los otros les quedan los recuerdos, un trocito de la totalidad de una vida, una vida de noventa y dos años. Las lágrimas humedecieron la caja, la caja soltó al aire las cenizas, vi cómo flotaban, las cenizas se elevaron entre las ramas de los árboles los árboles del jardín de al lado de la iglesia. Las cinco monjas ya se habían ido. El patio era un vergel, por el aire cantó un pájaro. Nada en el equilibrio del mundo se descompensó. El cielo era azul, el silencio era gris como las monjas. Bendiciones bendiciones y un abrazo.

Por un instante reconocí a las monjas, mujeres que caminaron a mi lado, con agua en las manos, tal vez estuve con ellas en “Betania en la otra orilla del Jordán, donde Juan bautizaba” y esa vez no creí en la resurrección de los muertos ni en la vida eterna. Esta vez tengo la oportunidad de no repetir el error.

La nieta fue a despedir a su abuelo a solas. Estaba anocheciendo.

Nota: Los nombres fueron cambiados, los hechos reales, las palabras son ficción.