EL SINGULAR EPISODIO DE DOS GUAPOS FANFARRONES

Fanfarrones

El Choro Contreras, el negro,  se apareció en la puerta de la casa  grande y miró serenamente a su alrededor: “¡Mmmmm!” pensó. No había nadie en el lugar y sin embargo la puerta estaba abierta de par en par. ¿Dónde estaría la Estela? El Choro Contreras entró lentamente, estaba viejo, buscó su manta y se echó a descansar, se acomodó esperando que llegaran los recuerdos. Recobró poco a poco la realidad, las cosas cotidianas que ya no cambiaría nunca por otras.

Los tordos andaban revoloteando por las ventanas en busca de migas de pan. El sol se escondía por momentos, se nublaba un poco y luego volvía a brillar el sol. Hacía calor, la hora de la siesta permanecía detenida, como el caramelo suspendido de una cuchara pegajosa.

El Choro Contreras se desperezó y se volvió a quedar  quieto esperando que algo sucediera.

Las chicharras daban un concierto y sin saber de dónde apareció el Sopa Zorrilla. Venía lento, demorado el paso, espantándose una abeja que le susurraba al oído. El Sopa Zorrilla también se percató de la puerta abierta y entró cauteloso y ahí no más lo vio, sí, lo vio al Choro Contreras. Con él había tenido un entrevero, no se llevaban muy bien que digamos. Los dos habían sido fieros y aunque ya estaban entrados en años los rencores eran jóvenes. Olerse no más les crispaba los pelos a ambos. El Choro Contreras dormitado entreabrió un ojo y lo miró fijo, el Sopa Zorrilla le sostuvo la mirada. Tal vez había llegado la hora de la verdad. La casa vacía, la Estela ausente, el Pelado había quedado curándole el mal de ojos al alazán. Era ahora o nunca. Saldarían viejas deudas, esos odios y reyertas interrumpidas por los otros que no querían verlos pelear por el favoritismo del patrón.

El Choro Contreras se paró, el Sopa Zorrilla se acercó. Quedaron enfrentados. Sus miradas se entrecruzaron con destellos de fuego. Era el fin.

-Ya sabía yo, señor, que podía contar con usted- murmuró el Choro Contreras. El otro con voz áspera, replicó:

-Y yo con vos, moreno. Una porción de días te hice esperar, pero aquí he venido.

La escena   pareció detenerse, el tiempo se suspendió, sólo se oía el canto de un zorzal a lo lejos  y por la puerta abierta había entrado un colibrí desorientado que los distrajo con su aleteo intermitente. En ese instante eterno del odio dudaron, dudaron de odiarse y el silbido de la Estela que volvía del río rompió el encanto. Respiraron profundo. La hora de la siesta no es buena para derramar sangre. Habían perdido  la oportunidad, delante de la Estela no podían, no le causarían tanto daño.  No era el fin.

Así que cuando la Estela cruzó el umbral de la casa ambos le saltaron moviendo las colas  y lamiendo sus manos. Era la hija del patrón y ellos sus  fieles cachorros viejos. Yo no les despegué el ojo y esperé que la Estela viniera a ordeñarme como cada atardecer.  -Ya voy Catalina Sufrida- me gritó la Estela y llegó silbando con sus perros. Mi ordeñe fue placentero.

Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos, pero es intraducible como una música…

La cursiva, texto de JORGE LUIS BORGES EL FIN en Ficciones , 1944