Llegó a casa sabe Dios de dónde. No sé si fue regalo o compra en alguna feria, tal vez olvidado en la clase de música del taller de Sara. La cuestión es que está aquí en mi canasta insondable con los otros elementos que uso en mis talleres literarios, es callado hasta que lo tomo y suena, suena. Áspero al tacto, largo e incómodo, nadie lo elige, sólo Rafael porque dice que le gusta la lluvia. Una tarde, hace un tiempo, Rafael llegó dormido y despertó malhumorado, lo tomé en brazos y lo llevé junto a la canasta misteriosa, iba sacando uno a uno una a una sus posesiones. Tomó la flauta y la sopló, la Caperucita y la revoleó, las maracas y las agitó, los minilibros los ojeó rápidamente, pero los descartó, finalmente lo vio, lo observó. ¡Atención!, dije, cuando vi levantarlo en alto antes de ser arrojado cual jabalina. ¡No! ¡NO! No lo rompas, no sirve para cocinar, ni para pegarle en la cabeza a otros niños, ni revolver el guiso, ni remover la tierra de los canteros, no me rasco la espalda ni me limo las uñas con él, ni lo echo en la parrilla para el asado. Lo tomarás con las dos manos, con una sola, lo agitarás por el aire, para arriba, para abajo, lo zarandearás pa’quí, pa’allá, danzarás con él y reirás. Y ahora le recitaremos una oda.

¡Oh, vibrante palo de lluvia!
Bendito tú eres
entre todos los instrumentos musicales
y objetos disparatados,
rey de la canasta sonora,
te sueno
te agito
te doy vueltas
y tú sueltas ese sonido tintineante
como si en tu interior
vivieran
piedras preciosas
semillas olvidadas
arroz dorado
olas del mar rompiendo en el muelle
estrellas estallando en el infinito
mundos girando en el universo
espejitos rotos llenos de luz
plumas
más plumas.
-A mí me gusta la lluvia, abuelita- me gusta hacer llover. Por un buen rato bailamos moviendo el palo de lluvia. Esa noche, la calle y el jardín se cubrieron de gotas luminosas.
Por supuesto, fuera del pronóstico, llovió, llovió torrencialmente.