COMO ELLA DECÍA

«Siempre estoy a la altura del azar;
para ser dueño de mí tengo que estar desprevenido.»

— Friedrich Nietzsche

Aquella mañana no necesitó madrugar porque ya tenía todo listo. Hacía una semana que había lavado toda su ropa, la planchó, le cosió su nombre a cada prenda, una por una. Armó dos pequeñas maletas, una con su ropa “mejorcita”, como ella decía, para los domingos o para cuando saliera de paseo. La otra maleta llevaba la ropa de diario. También tenía preparada su medicación en una caja de plástico con los siete días de la semana y los cuatro horarios, le había costado 650 pesos, muy cara. En un bolso gris guardó esta caja junto con elementos de higiene personal, como ella decía, jabón, desodorante, cepillo de dientes, pasta dental de la buena, máquina de afeitar eléctrica, tres toallas chicas, tres toallones, además había remedios varios, crema para sus pies secos, gotas para los ojos, hisopos, algodón, un peine extraño, un alicate, curitas, un agua de colonia, pañales y sondas uretrales. En una carpeta de cartón de tapas amarillas llevaba dos folios, dentro de uno estaban todos sus papeles médicos, eran unos cuantos, en el otro sus documentos y dos fotos que ella consideró que sería bueno que las tuviera en su mesa de noche, aunque para él no significaran nada. Una de las fotos era de muchos años atrás, estaban su padre y su madre, él, de unos quince años, ella de dieciocho y su hermano mayor, César. Menos él, todos sonreían. La otra foto era de él abrazado a Tronco, el paciente Golden retriever mezcla vaya a saber con qué perra casquivana, como ella decía, que murió por salvarle la vida. Todo estaba listo. El día anterior salieron juntos, lo llevó primero a vacunar y después a Lo de Mirta a comer tostados con jugo de fresas.

Después de tantos años, treinta y ocho, había tomado la decisión, no era una decisión sencilla, le llevó mucho tiempo y lágrimas asumir las edades de ambos, su cansancio, sus eternas postergaciones. La convivencia se iba haciendo cada vez más difícil, más tensa. Los días transcurrían eternos acompañando sus rutinas. Él no podía dejar sus costumbres, sus horarios, sus hábitos repetitivos. Cuando llegaba la hora de acostarlo ella sentía que comenzaba su tiempo de vivir, cosía, miraba tele, leía, salía al aire libre sin reproches.

Pasó semanas enteras reprochándose la decisión de internarlo. Consultó con su hijo, su nuera, un par de buenas amigas y hasta conmigo. Todos la apoyábamos sin embargo la culpa es tan mala consejera que nos persigue hasta la fatiga y no nos deja resolver con lucidez. Pero esta vez había averiguado con detalle dónde estaría y si podría afrontar el gasto. Podía. Quedó en una lista de espera, esperaba qué, que hubiera otro hombre internado para compartir habitación, no podían darle una para él solo y no podía estar con una mujer.

Pero ella creía que el azar gobierna nuestras vidas, por lo tanto, había que esperar ese toque de buena fortuna, ese momento justo donde aparecería la otra parte del sortilegio, donde se leyera la suerte, se interpretaran las señales, se descifraran las huellas. Mirá si no fue mala suerte nacer por fórceps y quedar así, para toda la vida. Decime que no fue el azar que le tocó a él, a mi mamá, a mi casa, a mi familia.  Cuál era la causa el motivo del accidente, ¿el destino? ¿el karma? ¿Ha sido un castigo, tal vez? ¿Para quién, para él, para su madre, para ella que lo cuida hace treinta y ocho años? Son todas pavadas, como ella decía, el azar abre caminos en el bosque de la vida, es caprichoso y enigmático.

Y llegó el día llegó el otro señor del cuarto para él, para su hermano, su hermanito, y esta vez no dudó. Le dijo simplemente que lo llevaría a un lugar seguro y limpio, que por las mañanas seguiría yendo al centro de día y por las noches dormiría allí, que ella lo visitaría pronto. Aquella mañana no necesitó madrugar porque ya tenía todo listo, desayunaron lo subió al auto y lo llevó a su nuevo alojamiento. La residencia era confortable, no tenía olor a orines, ese hubiera sido para ella un gran disgusto, pero olía a jazmines.  Lo llevó hasta su habitación, acomodó sus maletas y bolso. La empleada le dijo que ella haría todo. Pero ella abrió el bolso y le colocó los dos portarretratos en la mesita de luz. Le acarició la cabeza, le dio besos en las mejillas. Él se sentó en el borde de la cama, su mirada había caído en el vacío.  

Regresó serena, por primera vez observó con atención cómo habían estallado las lujuriosas retamas a lo largo de la ruta y los rosales florecidos de sus vecinos, sintió el aire fresco del atardecer, el cielo era de un celeste radiante.  En la ruta un mochilero hacía dedo, se detuvo y lo recogió. Desprevenida se dejó llevar y aceptó, finalmente, que el universo es una maquinaria perfecta, como ella decía.