YUSUF

Yusuf

                     ¡Aquello que quiera Alá! ¡En el nombre de Alá el clemente, el misericordioso!

Cuéntase —pero Alá es más sabio, más prudente, más poderoso y más benéfico— que hay una historia en los años de mi niñez que marcó mi vida, mi destino y mi futuro. Hubo por aquellos años un vecino al que llamábamos Yusuf, el bueno.

La casa estuvo cerrada por más de dos años. Después de la muerte de papá ni mis hermanas ni mis hermanos ni yo podíamos ir a deshabitar los fantasmas que siempre quedan en un hogar. Pero doña Celia, gran amiga de mis padres llamó a Alicia para decirle que su casa se estaba llenando de cucarachas y que algunos roedores habían incursionado por su fondo, que seguramente venían del nuestro, muy abandonado. Así que aquel verano hablé seriamente con mis hermanos y como nadie podía, tuve que ser yo quien dedicaría mis vacaciones a levantar la casa de los viejos, la casa de San Justo que nos vio crecer a los seis. Yo era el separado, el que no tenía hijos ni compromisos. Este, que el destino eligió para ser un desdichado, un granuja, un pícaro y el que no tiene lugar donde caerse muerto. Pablo vivía en Chile, Ariel en Alemania, Alicia tenía muchos problemas con su trabajo, Silvia tenía pagado un viaje por sus cincuenta años y Sonia, sencillamente no estaba preparada para semejante tarea.

Después de la muerte de mamá mi papá se fue deteriorando, demorando y quebrando como cuando tomás una hoja seca y la estrujás entre las manos. La casa se iba cayendo a su lado. Cuando no se rompía una cosa era la otra, el lavarropas, Platón, como lo llamaba mi mamá, fue el primero, luego fue la cafetera, Margarita, el sofá, el lavatorio, la humedad y mi papá se iba adaptando a los arreglos a los parches.

 La casa parecía abandonada. Cuando estacioné en la vereda de enfrente me quedé observando su fachada, allí había transcurrido nuestra niñez. En realidad, la vivienda había sido remodelada cuando nos fuimos yendo. En la niñez, la entrada principal era la del jardín y por la puerta de al lado se llegaba al fondo, por un largo pasillo. Allí mis padres habían construido otro departamento, pequeño, que alquilaban. Solo un inquilino hubo, desde que tengo memoria, el único inquilino fue don Yusuf, el bueno de don Yusuf, un turco solitario fumador y bebedor de infusiones de menta a toda hora, hiciera frío o calor.

Cuando desapareció don Yusuf no hubo más inquilinos. Mi mamá lo lloró mucho.  Él ayudaba con las compras y hacía de niñero si se lo pedían. Mamá podía ir hasta cualquier lugar que don Yusuf se ofrecía a cuidarnos, a los seis, aunque yo era su favorito.  Entonces traía su sillita de mimbre, enana, con un viejo almohadón muy mullido y bastante sucio, era un presagio de buenas historias y cuando se sentaba en ella y abría sus libros, un silencio se iba gestando y su voz densa y misteriosa nos iba convocando.  Se sentaba en el patio o en la sala, nos acomodaba a todos a su alrededor y traía unos libros viejos escritos con signos que no entendíamos y nos leía, claro, en su argentino irregular y amorfo unas bellas historias que con los años descubrimos eran de Las mil y una noches y de ese modo conocimos a Simbad, Aladino, a Alí Baba y los cuarenta ladrones, al pescador y el genio, al sultán Shahriar y a la astuta y amable Sherazade.

El bueno de Yusuf era bajito, muy velludo con cabello ensortijado y nariz prominente de la cual solíamos reírnos, pero era muy paciente y alegre. Llevaba siempre entre sus manos un tespih, que no sé bien si lo rezaba o qué pero nunca nunca los vimos sin él. Además, era un hombre bondadoso, gracias a él mi padre pudo terminar de pagar la hipoteca a treinta años que tenía con el Banco Hipotecario por esta casa, que en breve tendrá el cartel EN VENTA.

-Toma, toma, acepta, no vergüenza- le dijo a mi padre una tarde mientras le entregaba un paquete lleno de billetes. Con ese regalo, que no pudo rechazar, mi padre pagó su deuda.

Cuando yo tenía diez años Yusuf desapareció. Por tres días con sus noches Yusuf no había regresado a casa. Todos estaban preocupados. Nadie lo había visto por el barrio. Nunca se supo de qué trabajaba, no había dónde ir a buscarlo. Pero el cuarto día a la madrugada escuchamos ruidos y golpes. Era la policía, que a fuerza de palazos querían y lograron derribar la puerta de calle, entraron por el pasillo e irrumpieron en el cuarto de Yusuf. Mi padre se levantó, pero ante tanta violencia no se animó a entrar. Después de más de una hora se fueron y el escenario que dejaron era demencial. Todo estaba revuelto, las pocas ropas de Yusuf tiradas, el colchón y la cama dados vuelta, el ropero con las puertas arrancadas, la poca vajilla rota en el suelo. Yusuf nunca volvió.

Mi padre y algunos vecinos, valientes, se juntaron para ir a la comisaría y averiguar qué había sido esa irrupción violenta a nuestra casa, por qué habían invadido una propiedad privada y además dónde estaba Yusuf, el bueno. Qué sabían de él. Como fueron, volvieron, sin explicaciones, sin esperanza. Nunca más vimos a Yusuf.

Mi pena fue muy grande, crecí pensando que alguien había interrumpido las mil y una noches que a Yusuf le quedaban por vivir. Lo dimos por muerto, pero en realidad nunca apareció su cuerpo. Mi madre le pidió una misa, porque dijo que Dios había uno solo.

Ahora toda aquella historia de la niñez vuelve a mí, imágenes, olores y sonidos. Abrí la puerta de casa, la recorrí con una opresión en el pecho, la cocina, el cuarto de mis padres, la sala con sus sillones, las bibliotecas de mi madre y salí al patio. Los árboles y tanto yuyo y maleza crecida lo cubrían, revolví con una vieja escoba buscando alguna rata muerta o no sé qué y entonces la vi. Allí estaba, abandonada desahuciada y sucia la sillita de Yusuf. Inmediatamente recordé que luego de su desaparición mi madre la halló en el patio de atrás junto a las bicis, la rescató y la dejó debajo del alero. Nada más pudo recuperar del bueno de Yusuf, todo era pobre, viejo y la policía había destruido con ganas, ni papeles halló mi padre. Años pasó solitaria al lado de Platón y finalmente vaya a saber cómo quedó allí arrumbada y destruida.

Qué alegría me dio volver a ver esa sillita, la desenredé de su oculto lugar y cuando logré hacerlo se desfondó. No era para menos con tanta lluvia y el paso del tiempo, el asiento estaba putrefacto. Entonces vi algo que brillaba y dentro del almohadón en medio de tanta lana apelmazada hallé un pequeño tesoro, que paso a enumerar: veinte sólidas monedas de oro, dos pares de pendientes, dos gruesas cadenas, tres anillos con brillantes, todo de oro, era una pequeña fortuna. También hallé una bolsita con catorce pepitas de oro. No podía creerlo, no terminaba de asombrarme. ¿Cómo había estado todo eso oculto tanto tiempo allí y nadie se había dado cuenta?  Estuve un buen rato perplejo sentado en el piso del patio, pensando jugando con mi memoria y recordé que de niño tenía un sueño recurrente. Yusuf me había dicho que era un presagio el día que se lo conté. En el sueño varios niños del barrio corríamos una carrera en la calle, había que llegar a sentarse en una sillita de oro, todos corríamos y yo finalmente la alcanzaba y entonces el sueño se me confunde y no recuerdo mucho más.

Mis hermanos y hermanas aceptaron ese oro como pago por la casa de San Justo y consintieron que con mi cabello ensortijado y mi nariz prominente esa herencia me correspondía, en el nombre de Alá, el clemente el misericordioso.