Aporía

Aporía

Llegué diez minutos antes de la hora. El banco abre a las 10.00 y yo tenía el turno sacado de 10.00 a 10.15. Ya había dos personas delante de mí haciendo cola, no fila, aquí no se dice fila, se dice cola. El primero era un señor panzón con pantalones por la rodilla y una agenda anaranjada en la mano, parado justamente frente a la puerta del banco, obstaculizaba el paso, pero no se corría a pesar de que al entrar dos jóvenes,  que tenían pinta de empleados, le tuvieron que pedir permiso para pasar. Detrás de él había una señora con barbijo y otra máscara de plástico, con guantes de látex, un pulverizador en las manos, una bolsa de tela raída y unas botas de lluvia, algo extraña la señora. Detrás de mí se paró un señor mayor, con una camisa rayada y una gorrita de San Lorenzo, todos viejos, por favor, y guardó prudencial distancia, luego llegó una joven madre con un bebote en el carrito con dos celulares en las manos. Luego de hablar por cada uno de ellos los guardó y preguntó quién era el último. Se quedó estacionada con el carrito y el niño dormido, expuesto al sol. La cola ya no era tal, se sumó una señora impertinente que se colocó a mi lado y tuve que pedirle que guardara más distancia. Lo bueno de tener barbijo y lentes es que no se ven bien los ojos, la boca, las expresiones. No sé si le gustó o no, pero se corrió y pisó al señor de la camisa rayada que le dijo algo, pero no le presté atención. Miraba la hora, tenía puesto el reloj en mi muñeca derecha, yo no uso reloj aunque en ciertas ocasiones, como estas, que esperaba que se abriera la puerta del banco, me lo pongo. Total, que con mirar la hora no pasa el tiempo más rápidamente. Quién dijo que cinco minutos es poco tiempo, me enrollé en los pensamientos del tiempo.

Aporía

Estaba tranquila porque el día anterior había hablado con mi amiga Luci y me había contado que ella había estado en el mismo banco, misma sucursal, por otro tema y mientras le resolvían su asunto había escuchado el problema de otra mujer, a su lado, que era igualito al mío y también había escuchado la respuesta. La empleada le dijo a la señora que era mejor dar por perdida la tarjeta, que la denunciara y que la nueva se la gestionara en la red bancaria correspondiente, no en el banco, como correspondía. La señora dudó. Ante su vacilación la empleada insistió que el banco tardaría quince días hábiles y que la red se la haría llegar por correo a su domicilio en cuarenta y ocho horas. Joder. La señora se retiró aceptando la propuesta.

Después de esta charla con Luci yo tenía una certeza inicial, iba al pedo al banco, es decir, entraba con la básica imposibilidad de resolver el problema. Creo que esa premisa me dejaba tranquila porque yo sabía con qué me iba a encontrar. No podía esperar que el banco me resolviera la cuestión si no que, una vez más, sería yo quién debía solucionarlo por otra vía, seguramente improductiva, porque los teléfonos no eran mi fuerte, como resolver ningún trámite. Por lo tanto mi espera en la cola fue hasta placentera, serena, relajada.

 De pronto la puerta del banco se abrió y una oficial de policía hizo pasar al señor de la agenda anaranjada, luego a la señora de las botas y después seguí yo. Me tomó la temperatura en la muñeca del reloj, me preguntó el nombre, se lo dije. Yo llevaba en la mano el papel impreso con la cita del turno, pero no lo miró. Ella tenía una lista y llegué a leer mi primer nombre en la hoja. Me indicó que bajara las escaleras, me sentara y aguardara a ser llamada por orden de turno. Ni bien bajé las escaleras oí mi nombre, no llegué ni a sentarme, qué bueno, me acerqué al mostrador y una robusta señorita me dijo buen día qué necesita. Le dije que se me había vencido mi tarjeta de cobro de la caja complementaria docente. Me pidió mi tarjeta y mi DNI. Se los di, los tenía a mano en la mochila que cargo en el pecho. Las tomó a través del plástico que sellaba la abertura original de vidrio. Yo me había olvidado de sacarme mi sombrero de paja que llevaba en la calle dado que el sol era muy fuerte y la temperatura alta. De pronto me sentí ridícula con sobrero, anteojos y barbijo, comencé a transpirar. Me quité el sombrero y aguardé. La robusta se acercó a su escritorio con mis dos plásticos, enfrentó su pantalla, sus dedos corrían sobre el teclado, creo que esto lo imaginaba yo. Me habían llamado la atención sus uñas pintadas de color lila rabioso y una azul en cada mano, tenía cabello largo recogido en una cola, aros de argolla y barbijo blanco. También comencé a observar el espacio total, sabía que pronto vendría a decirme que me convenía denunciar la tarjeta como perdida y bla bla bla.

Había ocho escritorios ocupados. A la derecha de la robusta niña había una joven de ojos negros extremadamente grandes que aparecían sobre el barbijo como aceitunas negras griegas. Detrás de la empleada en cuestión había un muchacho con su celular, lentes y remera amarilla, detrás una chica que firmaba sellaba y apartaba las hojas, firmaba, sellaba y apartaba, el pelirrojo de lentes y brazos tatuados tildaba una planilla y comenzó a sacarle punta al lápiz en un aparatito que tenía en la punta del escritorio. La viruta iba cayendo al suelo en forma de lluvia. El de rulos, frente a su pantalla tecleaba y tecleaba, la de los ojos negros se fue al fondo, había una impresora, se puso a pasar hojas   por un lado y recogerlas por el otro, el del celular lo dejó y comenzó a perforar papeles y poner en un bibliorato, le pegaba con fuerza y encarpetaba, golpe y encarpetaba, golpe y encarpetaba. Me detuve en los carteles del banco, traté de memorizarlos, miré a mi alrededor, dos señoras estaban sentadas. Estaba esperando que la empleada viniera a decirme que no podía hacer el trámite, que hiciera la denuncia, que las cuarenta y ocho horas…Me acordé de Sartre, me sentía feliz de responsabilizar al banco del error, de la incapacidad, inconveniente, dificultad de solucionar mi problema. De pronto la empleada, “mi” empleada, se levantó, fue hacia la impresora e imprimió hojas, eran tres, se acercó a la ventanilla y me pidió firma y aclaración en una de las tres hojas. Colgaba una lapicera de un hilo inmundo, me dio asquito así que busqué la mía en la mochila, firmé y la entregué. Con azul no, dijo. Volvió al fondo y regresó al mostrador, me pasó la hoja por el plástico, una vez más. Entonces saqué mi alcohol en aerosol con glicerina y rocié la bic negra inmunda, firmé y la pasé por la ventanilla plastificada. En diez días con turno retira, me dijo. ¿Nada más? Pregunté. No, nada más. Muchas gracias, buena jornada, le dije con mi voz atorada por la mascarilla y salí.

Estaba segura de que mi conocimiento falso basado en el convencimiento de la verdad de Luci generaba en mí un absurdo impenetrable. Me declaré incompetente para mandar a la mierda a la robusta mujer que había cumplido exactamente con su deber y tuve que reconocer que mi verdad preliminar era falsa, ilusoria, engañosa. No entiendo muy bien cómo la situación bancaria derivó en una cuestión filosófica, pero me quedó clarito que no toda la realidad es equivalente a lo real. Solo me resta ir a buscar mi nueva tarjeta de cobro dentro de diez días. Todos viejos por favor y yo también.