SU NOMBRE ES SANTIAGO

A Santiago, bienvenido.
A mi mamá por la inspiración.
A mi Tía Bety, a quien el tiempo regala horas quizás por su consideración.

No vayas diciendo por ahí que bautizaste al reloj nuevo que van a decir que estás loca, le dijo la prima Noemí mientras esbozada una sonrisa amenazante. Nora puso cara de chiste y siguió saludando a los invitados que puntualmente llegaban a su casa. Hacía un rato que no se despegaba de la puerta porque el sonido del timbre no la dejaba alejarse. Por el pasillo que llevaba al living una mesa esperaba bien cargada y equilibrada entre sabores dulces y salados para acompañar el café o el mate de la tarde porque siempre es preferible que sobre a que falte decía su abuela. También había preparado té, había dudado en ponerlo porque en general nadie tomaba, pero como también decía su abuela no se pregunta si quieren para servir, sino que se sirve porque después todos gustan.

¿Ese reloj es nuevo? Preguntó su amiga Reme mientras lo inspeccionaba como buscando algo. Sí, se llama Santiago, dijo. ¡Ah, qué lindo!, respondió levantando las cejas y como si nada caminó hasta el perchero donde dejó su abrigo y siguió con su fiscalización visual sobre la biblioteca repleta de adornos. Le encantaba descubrir los detalles renovados de la casa de Norita y aunque siempre sus comentarios eran halagadores detrás de ellos, no muy lejos, se podía ver un leve dejo de recelo. Norita tenía adornos de todos lados y no respondían a ninguna ley de interiorismo. Ponía donde le gustaba y lo que le gustaba, como le gustaba y cuando no le gustaba más lo sacaba con la misma facilidad con la que lo había puesto.

¡Feliz cumpleaños Norita! La saludo con un abrazo apretado su amiga Celia. ¡Al fin un reloj!, exclamó. Santiago, se llama. ¡Qué bien porque en esta casa uno sabe a qué hora llega, pero nunca a qué hora se va!, dijo riéndose contenta del placer que siempre le daba el encuentro. Y se encaminó directo a la mesa para contribuir con una tortita casera. No era muy buena repostera, pero le ponía mucho amor a su cocina y nadie podía negarse por su insistente invitación a probar. Celia y Norita eran amigas desde hacía muchos años, casi hermanas. Un casi de esos que a veces era lejano y empantanado y otras veces era cercano y acogedor.

¡Hola ma, feliz cumple! Dijo con un abrazo Roque, el menor de sus hijos y el último en llegar siempre. Sumamos cosas para la herencia, dijo señalando el reloj. Sí, se llama Santiago. Y no hicieron falta más palabras porque Roque, al igual que sus dos hermanos mayores, ya sabían que su mamá bautizaba los artefactos eléctricos y a batería. Rosa la heladera, Arnaldo el lavarropas, Héctor el aire acondicionado, Manu la computadora, Elena la cafetera y Luis el televisor. Se había hecho costumbre desde una vez que había llevado el auto al taller por problemas con el arranque. Cuando Norita fue a retirar el auto había hecho el comentario de que estaban pensando en cambiarlo. ¡Ah! debe ser eso, se debe haber puesto celoso porque del motor no tiene nada. Llévelo nomas Doña, le dijo, y no hable delante de él de que lo quiere cambiar y va a ver que anda bárbaro. Norita como fiel creyente, siguió al pie de la letra lo que le dijo el mecánico y el auto no volvió a fallar. Y desde ahí nomás que empezó a agradecer a la cafetera el cafecito de la sobremesa. Y de tanto hablarle un día la bautizó Elena. Le decía buen día a Arnaldo, el lavarropas, y con el primer lavado de la mañana le daba palmaditas cada vez que empezaba a cargar el tambor de agua. Rosa, qué tenemos por acá, decía cuando buscaba algo dentro de la heladera. Y así se había acostumbrado a hablarle a los artefactos eléctricos para que no se sintieran solos y por sobre todo que sintieran la gratitud de su presencia y de su buen funcionamiento. No te pongas mal, le dijo un día a Héctor antes de abrirle al del servicio técnico de aire acondicionado, seguro son solo los filtros.

El timbre volvió a sonar justo cuando estaba por llegar al living. ¡Tía Bety, que alegría que viniste! No me lo iba a perder nena, no me quedan muchos festejos más, le dijo con una sonrisa dulce y ojitos de despedida a pesar de estar recién llegando. ¿Y ese caballero quién es?, preguntó mirando al reloj. Santiago. Encantada Santiago, le dijo con una dulce y sincera sonrisa sabiendo que a sus noventa y ocho años más que nada hay que ser respetuosa con el tiempo. La Tía Bety agradecía cada mañana el levantarse. Disfrutaba del sol entrando por su ventana y del sonido de la lluvia, de la sensación que producía en su boca la galletita mojada en el café con leche, de las charlas pasatistas, del tránsito infinito de la calle que se veía por su ventana. A pesar de eso, el eterno día alcanzaba también para los momentos de nostalgia, de silencio oscuro, de lágrimas desconsoladas y de tormentos acerca de sus últimos días. Pero finalmente, por las noches siempre sonreía porque su vida había sido feliz. Su cuerpo, hoy ya doblado con sus piernas débiles y su bastón fiel compañero, había recorrido el mundo, conocido el amor, criado hijos y visto crecer nietos. Había bailado, cantado, reído, comido y tomado. Había sido fiel trabajadora, dedicada y minuciosa. Todos confusos recuerdos que dejaban la marca y el sentir de una buena vida. De la mano caminando juntas por el pasillo escucharon sonar las campanadas del reloj. Las dos sonrieron, quizás Santiago las saludaba.