ESTOY LISTA

Leyendo a Irene Vallejo en El infinito en un junco, transcribo: “Nos pasamos la vida haciendo listas, leyéndolas, memorizándolas, rompiéndolas, arrojándolas a la basura, tachando los objetivos cumplidos, aborreciéndolas y amándolas.” Gracias Irene Vallejo porque así recordé a mi tía Felisa, hermana de mi padre. Cómo olvidarme de mi querida tía Felisa porque mi tía Felisa era la reina de las listas.

A decir verdad, mi madre se casó con mi padre y con su cuñada, una de las seis, Felisa. La casa de mis abuelos paternos era muy grande. Mi abuelo se había fugado muy joven con una señorita no aprobada por mis bisabuelos, tomó algunas herramientas y huyó, con la que sería mi abuela, para el oeste, cruzó la General Paz y se instaló por Castelar, todo campo y el tren de fondo. Allí nacieron todos los hijos e hijas, criando vacas y gallinas y mi abuelo dedicándose a la albañilería. Así construyó su casa que pasó a ser de campesina a semiurbana. 

Mi padre fue el hijo varón más joven de seis mujeres y cuatro muchachos. Los varones trabajaron con su padre ni bien iban terminando la escuela primaria y de las mujeres tres quedaron en casa y tres salieron a la calle, una fue modista, otra peluquera y la menor, enfermera. Con el tiempo mis tíos fueron armando sus propias familias y cinco de mis tías tomaron su rumbo, sin embargo mi padre fue el elegido para cuidar la casa paterna y cuando se casó se instaló con mi madre en Castelar, más el abuelo la abuela y la tía Felisa, claramente soltera para siempre.

Por ello, mis hermanos y yo nacimos con la tía Felisa. Mis abuelos murieron, pero la tía fue la mano derecha de mi madre, por esa razón ella pudo trabajar fuera de casa porque estaba la tía Felisa.

 Y ahora vienen mis recuerdos. La tía Felisa listaba todo cada día. Tenía un cuadernito de tapas rojas y un lápiz, todo allí estaba ordenado, fechado encolumnado: compras para hacer, comidas que cocinar, limpiezas para realizar, ropa que zurcir y planchar, enumeraba las citas médicas de toda la familia, dentista, ginecólogo, vacunas, pediatra, análisis y radiografías. También apuntaba cumpleaños y recordatorios de aniversarios y muertes, para saludar a todos y no dejar a nadie afuera. Listaba los regalos para Navidad, la comida, el arreglo de la mesa. Catalogaba remedios, utensilios de cocina, su ropa interior, sus cosméticos.

Cuando fui adolescente compartía conmigo listas más íntimas, personales. Tenía una lista de las virtudes que debía conseguir, que aún no poseía y del otro lado de la hoja    los vicios ya vencidos. Otra era su nómina de lo que merecía conocer de nuestro país, cataratas, los glaciales, las ballenas, los viñedos, provincia por provincia. Lista tachada porque a lo largo de los años no fue a ningún lado. Seleccionaba los espectáculos para ver en la ciudad, mes por mes, para ello escuchaba la radio y los anotaba. Otra serie inútil. Registraba las comidas que no quería perderse de probar, vinos por degustar, helados y postres. Inventariaba también los libros que convenía leer antes de morir y ese era el punto, morir.

Vivía pensando en el día de su muerte, cómo moriría si en invierno o en verano, si de noche o de día si en la calle de un accidente, de una enfermedad, de un contagio, si en la cama de un hospital o en la suya, si viejita o joven, si consciente o desahuciada. La muerte era para ella un fantasma al que temía.

La armonía de sus infinitos registros la equilibraba del caos del mundo. Era como ver elencos en un escenario. Me aconsejaba hacer listas, luego las llamó tablas de visón, porque allí podía visualizar con certeza su devenir.

-Mirá Gabi- me decía- el mundo es infinito, hay que elegir, porque todo no se puede hacer, leer, ver, visitar. Hay que pasar por un tamiz. Cuando voy a la verdulería solo compro lo que tengo en la lista porque si compro de más me desordeno, me quedo sin dinero y esa disciplina me da serenidad. -Pero si hay frutillas y no estaban en tu lista, dale tía, ¿no te das un permitido? – le pregunté un día.

No me respondió, aunque se quedó pensando, pero mi tía Felisa no era de las que comen frutillas si no estaban en su lista. Ya grande, cuando me fui de casa e intenté hacer inventarios como había aprendido con ella no pude, porque confeccionarlos me acercaba a la angustia, al susto al pánico a la muerte, me recordaba que tenemos el tiempo contado. Todo lo contrario a lo que le producía a ella el confeccionarlas.

Cuando mi tía Felisa se enfermó pidió por mí.

-Gabi, estoy lista- me susurró y me envió a su cajonera donde hallé su ya gastado cuadernito de tapas rojas, dos cuadernos más y su última libreta de tapas amarillas donde tenía apuntado renglón por renglón cómo debía ser su velatorio, su entierro, a quién informar, qué hacer con sus pertenecías, sus fotos, sus revistas de decoración y sus pocos libros, los que llegó a poder leer y tachar de su lista que era mucho más larga.

Cumplí sus deseos al pie de la letra, fui tachando cada orden. Creo que fue la única lista que completó, la de su muerte.